6 abr 2011

Carácter, de Manuel Llano (1 de 2)


Descubrió un nido de cuervos en un saliente puntiagudo de una peña, debajo de unos arbustos, en el fondo de una hoz, larga y estrecha. Un contento extraño le brincó en el corazón. Un contento más profundo que el que sentía en el pueblo cuando encontraba un nido de pinzones o de rentinas bulliciosas en una ramita, en una zarzamora, entre las hojas de unos mimbres blancos.

Todas las mañanas, poco después del alba, deja la braña  y corre hacia la hoz. Todas las mañanitas, todas las mañanitas saltando por los brezos llenos de rocío. Cada amanecer le traía a la memoria el pico negro del cuervo, moviéndose inquieto, receloso, en el borde del nial. Y el rebullir de los pequeños corvatos que ya pronto tendrían todas las plumas de las alas y se echarían a volar detrás de los sus padres por los caminitos del cielo. Este pensamiento le llena de tristeza y le hace caminar más de prisa, con muchísima impaciencia. El vaquero se ríe de él y le cuenta mentiras de los azores, de los milanos, de las águilas. Una vez el pico de un azor sacó los ojos a una vaca porque el amo de la res le desbarató el nido. Otra vez un milano picoteó furiosamente los carrillos de un cabrero mientras dormía a la sombra de un árbol, porque una tarde le tiró con el palo cuando descansaba del vuelo en la quima gorda de un roble. Todas las noches le cuenta el vaquero enfados bárbaros de las águilas, de los cárabos, de los milanos. Pero él se duerme tranquilamente con mucha serenidad.


Cuando los pájaros salen a ganarse la vida se refresca los sentidos en un remanso del torrente y empieza a caminar por entre los escajos llenos de rocío. Se va acercando la fecha en que los pájaros nuevos comienzan a volar. Ya maduran las fresas silvestres. Ya hay bulla de golondrinas en los aleros, en los portales de las iglesias, en los campanarios, en las cercas del valle. Unos soles más y los corvatuelos desaparecerán de la peña para aprender a dar picotazos en las crestas de las gallinas, en las cabecitas de los tordos y de los ruiseñores, en los ojos de las corderas. Estos pensamientos mortifican el ánimo del niño. Le dice al vaquero que quiere permanecer todo el día al pie del saliente puntiagudo de la peña, cerca del nial. Y el vaquero vuelve a relatarle iras memorables de las aves de rapiña. Picoteando la cara de las vacas, los párpados de los hombres dormidos, los ojos de las ovejas. Refresca los sentidos en el remanso del torrente y a los pocos instantes está en la hoz. El aire juega con las cogullas de los espinos, con las hojas brillantes y crespas de los acebos, con las fores amarillas de los escajos, tan apretados, tan verdes…


El pico del cuervo está apoyado en el borde del nial, como siempre, inquieto y receloso. Después eriza el plumaje, se estremece repentinamente, abre las alas y las vuelve a cerrar, tiembla de nuevo y otra vez levanta las grandes alas como para echar a volar. El niño está escondido y mira al saliente de la roca, inmóvil, sin hacer ruido con las ramitas, encogido, como si estuviera esperando a que pasara un peligro. Una sombra corre por el suelo de la hoz, por las hojas de los arbustos, de las yedras, de los acebales. El sarruján contempla a otro cuervo que se posa a la vera del nido. El que estaba en el nial sale volando y la sombra de sus alas corre también por el suelo verde de la hoz, por las hojas de los acebales, de los espinos, de las yedras. Así se pasa todo el día. Viene la hembra y marcha el padre. Regresa el cuervo y sale la madre. Nunca se queda el nido solo. Cada vez que vuelve uno de los cuervos, las crías arman un gran alboroto y buscan con los picos abiertos el pico de los padres. Impaciencias del muchacho que ve alejarse la posibilidad de llevar las crías a la choza para domesticarlas y que sean como palomas negras en el campo de la braña. Desde su escondite ve declinar al Sol relumbrando. Y piensa que aquellas nubes que ahora están coloradas, antes eran negras y le parecían los mantos de todas las viejas que se han muerto. Los pájaros cantan tranquilamente los cantos de la tarde… Cuando regresa a la majada se encuentra con la risa del vaquero, que vuelve a relatarle todos los destrozos que hicieron los milanos y las águilas en los carrillos de los pastores…


Esta mañana sucede algo extraño en el nido. Los pequeños corvatos no cesan de chillar. El pico del cuervo se mueve con más rapidez de un lado a otro del redondel del nial. De vez en cuando da fuertes aletazos como si quisiera atemorizar a los hijos y contener su incesante rebullicio. Cada aletazo acalla los chillidos de las crías. Pero pronto empiezan otra vez con más estrépito, hasta que un nuevo aletazo, más fuerte, más violento, impone silencio y quietud en el hoyito caliente del nido. Después la cabeza
del cuervo se estremece y su pico no cesa de moverse en el borde del nial. Otras mañanas antes de que el Sol ilumine aquella ramita torcida del espinar, ya había regresado un cuervo y se había ido el otro, se habían relevado unas cuantas veces, y los corvatuelos estaban muy apaciguados, como dormidos. Hoy sucede algo extraño en la vida de estas aves. No cesan los chillidos. Ya no bastan los aletazos para contener la algazara furiosa de los pequeños cuervos, que empiezan a picotear en las plumas del cuervo grande, primero con golpecitos débiles, muy lentos, cautelosos; después con más saña, con más prisa, con más energía. Los aletazos persistentes del cuervo son ineficaces. Tiene él también que picotear en las alas tiernecitas, tiene que mostrar su enfado removiéndose con coraje. Breve rato de tregua. Las crías se quedan quietas, amedrentadas, silenciosas. Pero pronto recomienza su rebeldía con un afán más ruidoso. Los picos vuelven a querer clavarse en la carne dura del cuervo. Éste contesta con rabia, eriza las plumas, picotea con enfado. Los hijos chillan de dolor. Después parece que se arrepiente y se deja maltratar inmóvil, con los ojos cerrados y las alas muy apretadas. Piensa el sarruján que ha salido el otro cuervo muy de mañana, a buscar alimento para los hijos como todos los días. Las crías tienen hambre y el cuervo no acaba de volver. Por eso se impacientan y chillan y dan golpecitos en las alas del padre o de la madre que guarda el nido y no se atreve a dejarlo solo. Y cuando está pensando en estas cosas, ve que el cuervo, sin esperar a que regrese el otro, abandona el nido, volando hacia el poniente, con mucha furia en las alas, desesperado, como un hombre bueno que va a robar para que no lloren sus hijos hambrientos…


Las manos del niño se agarran a los salientes picudos y remellados de la peña. Es fácil llegar al nido por estos escalones naturales, llenos de grietas, de arrugas y de hoyitos. Una gran alegría llena el cuenco de su ánimo. Faltan cuatro o cinco salientes de roca para alcanzar el nido. Ya ve sus palos y sus yerbas secas, debajo de los arbustos. Le caen de la frente abundantes gotitas de sudor y sus carrillos están colorados. Ya le faltan dos salientes, el uno picudo y estrecho, el otro ancho y lago con manchas pequeñas de musgo. La hoz se ha quedado sombría en la parte que mira al oriente. Y la peña está iluminada de sol, la piedra está cliente y las yedras rebrillan. El último escalón abrupto, largo, de bordes remellados, porosos… Y los palos cruzados, secos del nial, con sus hierbas, con las cabecitas negras de los cuervos…


Pueden encontrar la segunda parte de este relato en el blog "La Cueva del Tasugo"


Una entrada conjunta de La Cueva del Tasugo / Días en Sanabria
Texto: Manuel Llano. La Braña, 1934


Estimados amigos:

Debo anunciar una parada técnica: me falta tiempo y todavía me va a faltar más. Espero poder seguir asomándome por sus espacios, porque éste de los blogs es un mundo que me gusta como el primer día. Intentaré dejar alguna huella de vez en cuando y mantener algún canal abierto. No paro por falta de ganas, de cosas que contar o de interés: creo que los que me conocen estarán de acuerdo. He disfrutado cada uno de estos días y espero volver.  Esto no es un adiós.

Un abrazo para todos.