Escúchame, Oh, Príncipe, pues vengo de lejanas tierras y mi morral traigo lleno de bellas historias por contar. Has de saber que más allá de Zamora la noble existe un valle que llaman de Sanabria, dónde los montes contemplan su reflejo en el Lago y la raza de nuestros ancestros perdura en el tiempo. Yo, Señor, he recorrido sus caminos y he hablado con sus gentes, he comido su pan y he bebido su vino. He visto antiguas piedras que han sido castro, muralla y castillo; árboles nacidos cuando el mundo era joven, campos hollados por los ejércitos de cien guerras, iglesias ante las cuales reyes ignotos firmaron la paz que nunca cumplieron. Sus hombres y mujeres guardan la memoria de otras eras, legado que la Historia tantas veces deja en olvido. Ellos han recorrido el mundo y, sin embargo, siempre han vuelto y siempre han sido, ante todo, sanabreses. Tal es la fuerza de aquellas tierras.
Casi escondido tras un alto llamado del Castro, como a una hora de camino hacia poniente desde la explanada donde los lunes se reúne el mercado, aún hoy existe un poblado de cuatro casas desperdigadas. Siempre estuvo allí. Hombres primigenios, en su trashumancia interminable, hallaron una fuente dónde el agua manaba con fétido hedor, pero capaz de aliviar los males de la piel, de las tripas y quizás de las almas. Unos cuantos decidieron establecerse a su lado. Miles de años sin historia pasaron antes que supieran que el hedor era de azufre, que el azufre del cobre es compañero y que el origen de la fuente bien pudiera estar bajo tierra, en subiendo hacia la Peña Alta. Así fue como, con minas a cielo abierto, el pueblo se fue estirando en la loma suave de las colinas.
En el tiempo en que transcurre la historia que contar os quiero, mi Señor, pocos trabajaban ya en las agotadas vetas cupríferas. Rodrigo era uno de ellos. Tenía no más de veinte años, fama de trabajador y afable carácter. La primavera pasada había casado con una niña de nombre Constanza, la más bella de todos los contornos y también la más respetada. Eran sus ojos como la verde hierba de los prados empapada de rocío, sus labios cerezas en plenitud; sus mejillas blancas como la escarcha en la mañana y sus cabellos al viento rivalizar podrían con los rayos del sol en nuestro cielo. Pero además era discreta y amaba con pasión a su esposo Rodrigo. Después de la boda salieron de casa de sus padres y fueron a vivir en el lugar de Las Llameiras, que es la parte más al poniente del pueblo y que estaba, y está, tapizada de fuertes rocas. Dulce es, Oh, Príncipe, el matrimonio en sus primeros días. La casa era de Constanza el reino, las horas ocupadas en cuidar el huerto, las aves de corral y la cocina. Rodrigo picaba piedra desde el orto hasta el ocaso, persiguiendo la esquiva veta que la riqueza le diera. El cobre lo vendía a un artesano de Puebla que de buen grado pagaba el fruto de sus desvelos, pues duraba ya muchos años la explotación de las tierras y cada vez era más rara de encontrar la materia.
Quiso Dios o el Maligno, o tal vez los duendes fueran, que en aquel año Rodrigo hallara una grande veta de mineral puro en dónde empieza el camino que va a la Peña de Las Meigas. Como a los pocos días vio que no daba abasto a extraer la riqueza, hubo de buscar ayuda para aliviar su trabajo. Entonces llamó a Fadrique.
Algunos de los que me narraron esta historia, Señor, dicen que Fadrique era hijo de pastores del Mediodía que todos los años con su rebaño emigraban a los pastos de la Sanabria; que muchas veces se hospedaron en casa de los padres de Rodrigo y que entre ambos había una amistad antigua. Otros cuentan que era bien sanabrés, y además de la misma familia, primos hermanos que crecieron juntos en casas vecinas. Pero todos afirman que era un mal bicho que se encaprichó de Constanza en cuanto la vio. Pronto Fadrique se acostumbró a buscar la espalda de su amigo para espiar a sus anchas a la bella casada, mas nunca le dijo ni esto ni le mostró su afición, pues era ladino traicionero y sabía que su oportunidad era el secreto. Cuando Constanza bajaba al huerto, con una cesta de mimbre apoyada en la cadera y una canción en los labios; cuando había de doblar su talle para echar grano en el conejero; cuando a la fuente bajaba para llenar el cántaro de agua, siempre, sin ella saberlo, la mirada febril del rastrero estaba en su cuerpo. Fabrique no comía, no dormía, no era persona: en su mente tenía clavada la ilusión de encontrar sola a la bella en un campo de amapolas y forzar su voluntad. Mas como os digo, Señor, era hipócrita y sus ideas supo mantener en oculto; así la vida en la casa de Las Llameiras discurrió en falsa felicidad.
En un día aciago, quizás en noviembre, Rodrigo y Fabrique bajaban de la sierra una carga de leña para el invierno por llegar. En la cuesta de la Centena una de las ruedas encalló entre las piedras, la teinada se venció y el carro acabó volcando al romperse los estadullos de aquel lado. Rodrigo, que corrió al sentir el trallazo para intentar equilibrar el peso, se encontró con el cuerpo aprisionado por la fuerte carga y boqueando ansiosamente en busca de aliento. Fadrique, rápido como el rayo, llegó junto a él y a golpes de azada retiró los troncos más gruesos, quitando luego a mano los ramajes secos. "Rodrigo"- decía -"Aguanta un poco que raudo nos vamos a la casa del herrero". Y se lo cargó a la espalda y por el camino de la iglesia lo llevó a casa de Agustín Patolas, que a más de herrero tenía fama en el pueblo de rezador. El Patolas reconoció al herido, lo tendió en un lecho de paja y dijo: "Esto puede ser muy malo, más te vale descansar. Voy rezar el Santo Responso y eso te ayudará." Rodrigo se mostró inquieto y aún hizo por levantarse: "No puedo dejar a mi Constanza esperando ante el hogar sin saber si soy vivo o muerto o herido de gravedad." "Si es eso lo que te angustia"- dijo entonces Fadrique -"ya puedes descansar, que yo ahora mismo ando el camino y se lo voy a contar." Rodrigo, más tranquilo, recostose sobre la paja. "Fadrique, eres un buen hombre a la hora de cumplir"- le díjo- "Mi Constanza es tan joven que sola le da miedo dormir."
Fadrique sintió que su momento era llegado y subió el camino de Las Llameiras con mil demonios tras de sí. Llegó ante la puerta y llamó de dos golpes, y en cuanto Constanza abrió compuso el gesto como buen traidor. "No te asustes, bella niña,"- dijo- "mas tu hombre se ha mancado. En la cuesta La Centena le cayó encima la leña y lo he dejado en Ca Patolas sin respirar por la boca. Coge raudo la chaqueta, hacia allí debemos ir. Yo no quiero asustarte pero él puede morir." Constanza dió media vuelta en el tiempo de un suspiro y antes de dejar la sala el malvado le saltó encima. Rodaron por el suelo del pasillo a la habitación, pues ella defendía con saña la honra que Dios le dio. Después de muchos golpes y afanes, Fadrique consumó su ofensa sobre el lecho marital; los ángeles del Altísimo no debían de mirar. "¿Cómo has podido hacer esto a la mujer de tu amigo?"- preguntó entonces Constanza- "La venganza de los cielos ahora acabará contigo." Ante los ojos de Fadrique fue como si un velo cayese y pudo ver con claridad la magnitud de su afrenta. Desesperose y lloró y de rodillas ante la bella le suplicó su perdón, mas ella, santa indignada, dijo: "Dios y mi marido te castigarán por tu acción." Fadrique, muy acobardado, agarrola por las gorjas pidiéndole que callase y la arrastró por toda la casa para no oír más su voz. En llegando ante el hogar vio que ya no respiraba y se escapó calle abajo sin borrar ninguna huella.
A la mañana siguiente Fadrique fue a casa de Agustín Patolas, nada en su faz decía la maldad de su corazón. "¿Cómo está mi buen Rodrigo?"- preguntó- "¿Ha podido respirar?." "Tengo una buena noticia, seguro te va a alegrar"- contestó el rezador- "No hace ni cinco minutos que él subió para su lar." El traidor se ha demacrado y corre montaña arriba hacia la cabaña que fue de sus padres donde algunas cosas aún tenía. Está preparando un hatillo para muy lejos marchar cuando un ruido en la puerta le dice que es tarde ya. Rodrigo entra empuñando una grande horca y sin mediar palabra a los vacíos se la alcanza. Luego saca su navaja, la de dos palmos y un medio, y por debajo del cinturón inicia tal corte que Fadrique piensa que se está muriendo. Lo que Rodrigo le ha cortado se lo mete por la boca, lo que antes gusto le dio ahora por poco le ahoga.
Lo sacó para la calle con un rejo atado al pescuezo, y lo paseó ante la gente Pedriña abajo para que todos supieran el cuento. En casa del enterrador pidió una azada y con sus propias manos cavó una fosa cerca de la fuente del Mogo y allí lo sepultó cuando no había expulsado el último aliento. Dice la historia que mientras lo cubría de tierra Rodrigo no cesaba de gritar: "Maldito sea el día en que un hombre va a perder a la mujer que quería y al amigo de la niñez."
Hoy, mi Príncipe, ya no quedan minas en el pueblo. La casa de Las Llameiras hace siglos que cayó y la fuente del Mogo es apenas una poza en un lado del camino donde no se ven restos de ninguna sepultura. Sin embargo, Señor, en las duras noches del invierno hay veces que el viento entre los árboles susurra la antigua maldición y los viejos del pueblo la escuchan y se inclinan con respeto. Pobre, pobre Rodrigo el cobrero; pobre Constanza y maldito el traicionero.
Toño Rodríguez
Foto: Escultura Antropomórfica, Cobreros
Se te ha ocurrido alguna vez escribir un libro de leyendas?.
ResponderEliminarUn abrazo
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