5 mar 2009

La Peña de las Brujas.


Ahora, una pequeña leyenda:
Cuentan las historias que la casa de los Artemios siempre tuvo entre los vecinos del pueblo una fama un tanto así como de especial. Y no es que fueran malos, mi Señor; bien al contrario eran duros en el trabajo, alegres en la fiesta, compañeros en las penas y amigos de sus amigos contra viento y marea. Pero nunca se dejaron ver ni siquiera cerca de la Iglesia y acabaron con la paciencia de más de un párroco de aquellos que intentaron inculcarles los rudimentos de la fé católica. De padres a hijos se trasmitieron el antiguo saber de las plantas que curan, de las jaculatorias que ayudan a encontrar el ganado perdido, de las ofrendas que hay que realizar para tener buena cosecha; de la forma y manera de dar gracias a la tierra por sus frutos. Eran, quizás, los últimos de una raza que no aceptó intermediarios entre el hombre y las fuerzas de la natura.

Y así, Oh, Príncipe, si alguno del resto de los habitantes del pueblo hubiese estado vigilando la casa en aquella noche, no se hubiera extrañado en demasía al ver a Arsenio, hijo de Artemio, levantarse del lecho donde la mujer aún duerme y pasar a la habitación contigua a despertar a uno en concreto entre su prole. Pues era, Señor, la noche del solsticio de invierno, la bendita fecha en la que la Luz vence en batalla al Oscuro e inicia la reconquista del mundo dando el calor necesario para que las semillas quiebren la tierra con sus brotes hacia el estallido final de la primavera. Y, como os cuento, Arsenio lleva a su hijo a la cocina y se postra ante él. "Silvano"- le dice, pues tal es su nombre- "Silvano, mi hijo amado, de no hacer ruido has de tener cuidado. Tú eres el séptimo de entre los míos y hace ya un tiempo que no eres un crío. Hoy es el día que tanto he esperado y es muy necesario que estés a mi lado." El rapaz mira a su padre con los ojos preñados de sueño y, sin ser muy consciente, se envuelve en la manta que él le ofrece. Y así abrigados, sin luz ni candil, parten los dos en la noche que el invierno llama a la puerta para entrar.

Y no es noche de andar por los caminos, ya que desde media tarde se enseñorea del valle de Sanabria una tormenta de inusitada fuerza para estas alturas del año. Los relámpagos rompen en la oscuridad pintando el paisaje con tonos de espectro, los techados de las casas vibran ante el redoble del trueno amenazando ruina, las copas de los árboles besan el suelo domeñadas por el irascible céfiro norteño: no se ha visto tal tempestad desde que el Altísimo puso en orden el Caos. Silvano, arrebujado en la manta, sigue a su padre con una madeja de pensamientos batallando por hacerse sitio en su cabeza. Hay momentos en los que, a pesar que sólo marcha unos pasos tras él, se cree perdido en medio de la lluvia. Entonces corre hasta que tropieza con sus talones y el padre lo aparta de un empellón distraído. "Padre: ¿dónde vamos?"- ha preguntado varias veces, mas siempre sin respuesta. "Padre, tengo miedo"- y no recibe consuelo. Pero el niño tiene buen temple y aprieta los dientes y sigue caminando; aunque las lágrimas en su cara le cieguen, aunque no reconozca el carácter de su padre en el guía que delante lleva. Poco después comienza a recitar para sus adentros la historia de la princesa que se convirtió en sierpe, su favorita entre todas las que el abuelo cuenta, y olvida el miedo cuando se cree aquel guerrero de una era lejana que supo resolver el entuerto.

Padre e hijo avanzan inclinándose contra el viento. Han salido de la aldea y tomado el camino de Benavente, mas a las pocas leguas tuercen a su siniestra. Aquello es terreno llano y la lluvia les golpea inmisericorde. Las mantas, encharcadas hace rato, pesan como pecados en el alma. Arsenio nunca duda, nunca se detiene: lleva grabado su destino en el fondo de las entrañas. Algo más adelante encuentran un pueblo que no atraviesan por la calle principal, sino que rodean para tomar la senda que parte junto a su cementerio. Los perros, sin embargo, han sentido su presencia y un coro de aullidos se abre paso entre el fragor de la tormenta. Hay vecinos que al oírlos notan estremecer su cuerpo bajo las sábanas, pues esos aullidos son siempre anuncio de segura desgracia. Arsenio y Silvano bajan por el carreirón cubierto de robles que lleva hasta el río de la Mundeira. Antes de llegar a su orilla, antes también del molino, se alza una pequeña ermita de Nuestra Señora. Ante Ella el padre detiene al hijo con un gesto. De su zurrón saca siete cuarzos blancos que deposita en el barro siguiendo una extraña geometría. Inclina su frente sobre las piedras durante unos instantes y después escupe en su centro. Luego las recoge, las limpia con cuidado una por una y las devuelve al zurrón. Cruzan el río sobre el pontejo de troncos.

¡Oh, Príncipe, como tiembla ahora Silvano el pequeño!. Subiendo el suave repecho que lleva hasta las aguas cheironas ha visto que no caminan solos en la noche oscura. Una cohorte de sapos y salamandras, de raposas y urracas, de bichas y de insectos, sigue sus pasos desde que el padre realizase el arcaico hechizo. Y a la luz del último relámpago descubre que fuera del linde del camino otra fantasmal escolta va atravesando en silencio paredes y barbechos. Silvano atisba a sus acompañantes y siente erizarse el vello de su espalda al descubrir a aquellos hombres caminando por su pie cuando es bien seguro que llevan largo tiempo muertos. Ve caballeros con yelmo y espada y labradores que la tierra sembraron; guerreros de fiero aspecto que avanzan desnudos y siervos sin dueño ni amo; jóvenes con toga y pastores de antaño y monjes con hábito y también artesanos. Todos avanzan con la mirada perdida más allá de las tinieblas, en desfile majestuoso de un tiempo olvidado, sin que los sólidos sean ya obstáculo para su andar y con el porte de quien conoce su misión y sabe que va a cumplirse. Y el último entre todos ellos es un anciano de rasgos simiescos que renquea noblemente cubierto de pieles. Y ese hombre mira a Silvano y Silvano le mira a él y en ese momento el niño conoce dónde están las raíces de la casa de su padre.

Y Arsenio descubre su cabeza a la lluvia, con el espinazo erguido y un fuego de decisión en las niñas de los ojos. Hoy él es dom pater familias de los Artemios y tiene por celebrar un rito antiguo como el mundo, acompañado por los suyos y por su fuerza pasada; hombres como él que en la noche en la que entra el invierno también salieron de sus hogares a afrontar la tormenta. Y así, al llegar al siguiente pueblo no se desvía y lo atraviesa por su centro encabezando el desfile con gesto de orgullo. Aquí los perros no se atreven a ladrar y huyen a su paso entre gemidos lastimeros. Silvano, sin embargo, está aterrorizado. Es muy consciente de los poderosos arcanos que están moviéndose en la noche pero no sabe cual es su papel en la ceremonia. Mira de reojo el cortejo, vigila la espalda de su padre, masculla infantiles maldiciones entre dientes cuando se hunde en el barro. Qué no diera por despertar de repente entre sus hermanos y descubrir que todo ha sido un mal sueño. La fila de alimañas tras ellos alcanza ya al menos treinta varas.

Y tres lobos, mi Señor, les esperan en el cruce ante la Peña que llaman de las Brujas, pues es éste su destino. La Peña es una mole en forma de naranja con la mitad partida, quedando la cara superior plana como la palma de la mano y los bajos curvos equilibrados por pequeños geijos; un círculo de robles y castaños separa el conjunto de los campos de labor. Para que os hagáis idea decir os puedo que su tamaño es superior al de dos buenos medeiros uno junto del otro. Arsenio llégase ante los lobos e inclina la cabeza en señal de respeto. Con ellos sube a la Peña llevando al niño tras él. "Silvano, mi hijo amado"- dice - "Ven, haremos un fuego. Has de buscar leña de fuera del sendero. No temas nada, yo te lo ordeno." Una vez más el rapaz ha de tragar sus lágrimas y se mezcla con la cohorte para formar la teinada. Los sapos y las salamanquesas le indican saltando entre sus pies los lugares en donde buscar; los viejos fantasmas, sin dirigirle la vista, aguardan silenciosos en torno al círculo de árboles el comienzo del rito. Silvano sube de nuevo a la Peña con su carga de hojarasca y ramas y ve que su padre ha formado con los cuarzos del zurrón dos circunferencias concéntricas. Sobre el musgo del interior, Arsenio, que murmura sin cesar letanías en lenguaje olvidado, traza una estrella invertida y cinco runas junto a cada una de sus puntas. Después pone leña sobre la filigrana y le mete lumbre. Soplando consigue en pocos segundos erigir una columna de fuego y humo sobre el valle. Mantiene en una de sus manos el cuchillo con el que ha dibujado los símbolos y con la otra agarra la cabeza de su hijo y la inclina ante el fuego. Silvano tiembla como los juncos de la orilla del río pues de golpe recuerda la historia que un día le contaron sus amigos sobre un tal Jacob y no cree que ningún ángel vaya a bajar del cielo a salvarle a él. No acierta a decidir cual puede ser la mejor manera de huir de su enloquecido padre. En este momento la tormenta se apacigua por ensalmo y la luna asoma su faz entre las nubes.

"¡Madre!- grita entonces Arsenio- Madre, ante ti me presento con el séptimo de mis hijos, es uno de los nuestros. Madre, sólo a ti te ofrezco lo mejor que en casa tengo." Y alza el cuchillo y con él hiere a su hijo en la mano siniestra y luego la suya propia y deja caer la sangre de los dos por sobre la pira. Y entre las llamas de la hoguera una voz susurra el nombre de Silvano y la columna de fuego toma forma de mujer. El rapaz, Oh, Príncipe, siente que su espíritu se hace fuerte y abandona las ataduras de la carne y es capaz de volar y ser uno con cada uno de sus antepasados. Y ya no es Arsenio, ni Silvano, ni tampoco el viejo de las pieles; es la casa de los Artemios que una vez más se presenta a renovar el pacto firmado en los albores del tiempo. Y de entre todos ellos se alza un sólo aura que sobre las llamas se une con la diosa madre y copula con ella. Y Silvano es engendrado en fuego y de él nace, y es amante y es el fruto de los amores, y es de nuevo él, y también su padre y todos sus ancestros y aún los hijos y los nietos que en los años venideros acudirán a la Peña de las Brujas en el solsticio de invierno.

Pero Jiménez de la Cuesta era, mi Señor, un monje dominico que en su juventud viajó por toda Europa e incluso llegó a conocer los últimos momentos de la Cruzada Albigense. Fue entonces cuando desarrolló un fortísimo odio contra la herejía y decidió dedicar su vida a combatirla, y con la ayuda de Dios, hacer respetar en el mundo todo los dogmas dictados por la Santa Ciudad de Roma. En el tiempo de nuestra historia era ya octogenario y tenía sobre sus espaldas cientos y cientos de purificaciones, mas el fuego de su fió redentora no había disminuido ni un ápice. En un Capítulo celebrado en Astorga oyó hablar de cierta familia sanabresa que vivía de espaldas a la doctrina y aún rechazaba sus verdades. Con su grande experiencia enseguida conoció la posibilidad de hallar un nido de herejes, así que mandó a uno de sus agentes a recabar información de forma solapada. Éste le contó la fama de los Artemios, sus prácticas y sus lugares, y Pero sintió renacer en su sangre la excitación de la caza. Consiguió del Señor Obispo una compañía de treinta infantes al mando de un capitán y viajó a Sanabria sin llamar la atención poco antes de uno de los días sagrados para las antiguas religiones.

Así, mi Señor, la noche del solsticio de invierno Pero Jiménez de la Cuesta lanzó sus soldados contra los Artemios en la Peña de las Brujas. El mismo capitán entró a caballo en el centro de la hoguera y de un sólo mandoble cortó las cabezas del padre y del hijo, que cayeron rodando por uno de los bordes de la Peña, mientras sus infantes pasaban por la espada a los bichos que asistieron al ritual. Enarbolando la Santa Cruz, poseído por la ira de Dios, el monje de negro hábito roció el lugar con agua bendita y desbarató a patadas los restos de la hoguera. Una bruma de incierto origen se fue expandiendo por el lugar. Uno a uno, los fantasmas se disolvieron en ella dejando escapar un lamento de congoja profunda que algo o alguien respondió desde el corazón mismo de la Peña. Los soldados, que a voces recitaban las estaciones del Santo Rosario para ahuyentar el pánico, prendieron fuego al bosque de robles y castaños, a los cadáveres de lobos y raposas y aún al escaso y húmedo pasto que raleaba en los campos de labranza de los alrededores. Volvieron en ceniza a la tierra que tanto amaron los cuerpos de los Artemios.

Hasta la mañana siguiente no fueron capaces de apagar el incendio. El monje Pero Jiménez y el capitán de la compañía sentáronse al sol junto a la Peña, pues el tiempo era frío aunque el día levantó claro. Estaban en discusión sobre la conveniencia o no de arrasar el pueblo de los Artemios y del reparto del botín en caso de hacerlo cuando entonces, Oh, Príncipe, del cielo sin nubes ni vestigios de ellas cayó un horroroso relámpago. Antes que el trueno sonase, la Peña, que recibió la descarga de pleno, venciose hacia naciente y allí con su peso aplastó a los dos, al monje y al capitán, sin que ninguno de los soldados pudiera darles socorro. Sobre la cara superior de la roca quedó grabada una cruz que la divide en cuatro partes y que todavía hoy sirve de recordatorio de la venganza de los antiguos dioses. Otros dicen que no es cruz sino símbolo de los cuatro elementos que forman el mundo y que, a golpe de escoplo, no ha mucho que un exorcista ocultó las cinco runas que Arsenio había trazado sobre el musgo y que también el rayo quiso dejar grabadas en la piedra, una en cada cuarta y otra en su centro. Mas vos sabéis, mi Señor, que los herejes son muchos y difícil es eliminar su nefasta influencia pese a la ingente labor de los ministros de nuestra religión, todavía más en las regiones en las que el hombre sigue viviendo en la inocencia.

Y está escrito en las crónicas que durante siete veces siete años hubo gran hambruna en el valle de Sanabria, pues llovía en el tiempo de recoger el trigo y helaba cuando asomaba la flor, y los campos ya no eran fértiles y los ganados menguaron. Y los Santos Varones de la Iglesia sacaban las imágenes para acabar con la sequía y al mes siguiente rogando por frenar la inundación. Y no está escrito, mi Señor, mas las viejas lo cuentan, que aquella era maldita no acabó hasta que un grupo de mozas no hizo costumbre de todos los años, en el primer plenilunio de la primavera, ir a bailar en torno a la Peña de las Brujas, siguiendo los pasos enseñados por una anciana que vino del norte y se apiadó de estas tierras. Y las fiestas del final de la cosecha se hicieron todas en honor de Nuestra Madre María; pero esto, oh, Príncipe, forma parte de otra historia que ha de esperar su momento.

Toño Rodríguez
Foto: Inscripción en la Iglesia de Sejas de Sanabria

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