5 may 2009

Duendes en El Tejedelo



Érase una vez que se era, tampoco os creáis que hace demasiado tiempo, una nínfula de los bosques que se prendó de un pequeño gnomo en un verano de aquellos de vino y flores. Nuestro gnomo, en un principio, se asustó tanto que hacía ver que no se daba cuenta de nada y esquivaba a la bella niña corriendo por los senderos, ocultándose tras los árboles, intentando convertirse en invisible entre su grupo de amigos. Mas ella era tenaz y perseveró, y una noche de luna llena, en la que se celebraban las fiestas de una aldea vecina y como el agua corría el vino, la música inflamaba los corazones, las risas estallaban por doquiera; en esa noche os digo, nuestro pequeño gnomo se rindió.
Y a la mañana siguiente no era feliz. Bueno, si lo era, pero tenía en su cuerpo un susto tan grande, tan, tan grande, que no le dejaba saber si era aquello felicidad o qué. ¿Y de qué, de qué tenía tanto miedo? -os preguntaréis- ¿De la familia de la ninfa, tal vez? ¿De los amigos, acaso? No, sabed por seguro que no era ninguno de esos el temor que le atenazaba, sino el miedo a si mismo, el miedo a lo que había visto en la noche en los ojos de la ninfa y, sobre todo, a lo que eso le hizo en el corazón.
Nuestro gnomo, hay que decirlo en honor a la verdad, había llevado hasta entonces una vida que en el mejor de los casos se podría definir como un tanto desordenada. Siempre con amigotes, siempre con amiguitas, siempre pensando en el vino y en la juerga, en las risas y jodiendas. Y, claro, con ese bagaje no tenía muy claro cómo debía comportarse con la nínfula que conoció en el verano de risas y flores. Y lo hizo a tientas, intentando ser buen chico; pero las más de la veces con una mezcla de compadreo, audacia a veces, timidez otras, un poquito fanfarrón y un mucho de oye, que yo ya estoy de vuelta de todo; que era justo la manera que tenía de comportarse con sus amiguitas hasta entonces. Y en verdad os digo, y ahora os podéis reír, que la nínfula hizo exactamente lo mismo y sin embargo, yendo el uno de mata gigantes y de reina de las hadas la otra, sin darse cuenta el amor se fue asentando en sus corazones. Y un día ella le dijo "Te quiero", aunque quizás no fuera verdad del todo, pero él no la oyó; y otro día fue él quien lo dijo, pensando que quizás podría ser verdad, pero entonces fue ella la que no escuchó.

Fueron tiempos de lanzas enhiestas y de flores carnívoras, y entre bromas y veras sin darse cuenta ya no podían estar el uno sin el otro, aunque sin aceptarlo del todo. Hablaron del cielo y la tierra y se contaron su vida y sus aventuras, y entre medias mentiras y verdades enteras sin conocerse se comprendieron. Y se hicieron daño a veces, mas daño dulce como los besos luego, porque eran niños jugando con fuego. Un atardecer, apoyados bajo un árbol entre un montón de arrumacos, antes que sus caminos se separaran para volver a casa, él suspiró un "Te quiero", y esta vez fue completamente cierto, y ella respondió también "Te quiero" mientras el cielo se abría sobre sus cabezas. El pequeño gnomo recordó una frase de una antigua balada, no las palabras exactas, pero sí el sentido, y durante mucho, mucho tiempo lo asoció a aquel instante mágico: "Este es el momento cumbre de nuestras vidas. Hasta aquí todo ha sido subir y subir. Ahora empieza el descenso". Era mentira.

Debo hablaros un poco más en profundidad de nuestro amigo el gnomo, si esta última frase no os ha sido del todo reveladora. El pobre individuo tenía su diminuta mente como dividida al menos en dos capas. La de arriba, la que asomaba al mundo, era más bien tirando a dura, un punto arisca, un soplido de cínica, unas cucharadas de pesimista y una paletada de enterado de la peonza. Mas debajo de ella, como un río subterráneo, discurrían ilusiones, esperanzas, anhelos sin fin. También amor en cataratas, sensibilidades de nervio en punta y ansias y deseos. Por desgracia para él, ya os digo que la parte que más asomaba al mundo era la superior, y aún luchaba porque así fuera, pues está claro que a semejante pardillo de cuando en cuando se le escapaban lo que él consideraba debilidades. No se dio cuenta que aquel que sentía por la nínfula era el AMOR con letras mayúsculas y que debió sumergirse en el río sin perder más tiempo.
Retomemos pues el relato. Os decía que, por supuesto, aquel no fue el momento cumbre de sus vidas: todavía les quedaba mucho por subir, mucho por vivir, mucho por sentir. Jugando su amor pareció hacerse fuerte como los árboles, capaces de soportar los envites del viento y seguir en pie; pero lo cierto es que gracias a la personalidad de nuestro sujeto, las raíces se asentaban en un estrato fino como la arena. Seguía él manteniendo la máscara frente al rostro e incluso hizo tonterías con otras niñas; tonterías que produjeron daño. Mas todo tiene su reverso y tras una de aquellas vio tal dolor en los ojos de su nínfula que fue capaz de comprender. Y se prometió a sí mismo ser sincero y ser leal y supo qué era en realidad lo importante. Y casi fue capaz de cumplirlo y no le costó. Pero igual que un alfarero hace jarras y un comerciante las vende, un necio hace necedades y al final acaba pagando su precio. No nos adelantemos.
¿Y la nínfula? -os preguntaréis- ¿Qué había en el corazón de la nínfula? ¡Ah, quién sabe lo que hay en el corazón de una nínfula! Esta frase es otra tontería, de las muchas que hay en este relato: en el corazón de la nínfula había amor, amor en mayúsculas, amor como no conoció antes y como no se creía capaz de conocer después. Y cuando el gnomo le habló de formar un día un hogar, una tarde perezosa en lo profundo del bosque, sus ojos se llenaron de lágrimas y no vio el tiempo. Y se echó la relación a la espalda y por ella empezaron a ahorrar para, cuando el momento llegase, construir una casa en la que vivir. En aquellos tiempos fueron probablemente felices; aunque, como era costumbre, no se dieron demasiada cuenta. Estaban muy ocupados con sus esperanzas y anhelos y sus planes y su amor tranquilo; un amor no como las llamaradas que asolan el bosque y en un instante se consumen, sino un amor como las brasas incandescentes en un tronco de roble que calientan el hogar durante toda la noche de invierno.
Y un día encontraron dónde alzar su casa y la mandaron hacer. Y la nínfula se ilusionó y soñó, y juntó su ajuar aún antes que la primera piedra fuera puesta. Y también el gnomo, aunque con la parte de arriba de su cabeza -¿recordáis?- mantuvo los pies en el suelo y se hizo el duro, mas no veía el tiempo en que le entregaran las llaves de la puerta. Y los días corrieron lentos durante esos años. Uno de aquellos debió ser el momento cumbre de sus vidas -¿recordáis, de nuevo, la frase de la balada del gnomo?- ya que a partir de entonces se inició el descenso.
Como de costumbre, ninguno de los dos fue consciente de lo que estaba pasando. Al menos, nuestro pequeño gnomo solo más adelante montó poco a poco algunas de las piezas de lo que le parecía un puzzle. Un atardecer, después de haber estado jugando junto a la orilla de un arroyo, no recuerda que comentario banal escapó de sus labios y vio con asombro como los ojos de su amada se llenaban de lágrimas. Y no eran lágrimas de emoción o de felicidad, que era las que siempre había visto. La nínfula le habló de su pesar, de su dolor, de su abatimiento. Ya no era lo mismo. El gnomo se puso a su lado, sin saber del todo que sólo él era la causa. Pasaron los meses. Las pequeñas tensiones, que seguramente se habían iniciado antes de la fatídica tarde, se fueron fortaleciendo y el árbol que ellos dos, solo ellos dos, un día plantaron se inclinó sobre su lecho de arena. ¿Qué sucedía? El gnomo solo recordaba un ambiente general de tristeza, de falta de ilusión, ¿de ganas? ¿Cuándo fue? ¿Cuando empezó todo? ¿En aquel viaje, tanto tiempo anhelado, que realizaron ese invierno? ¿En alguno de sus pequeños desacuerdos? Lo cierto es que se hablaban y ya no se entendían, y, poco a poco, ellos, que no sabían estar separados, cada vez se vieron más lejanos. Fue un año atroz. ¡Y no hicieron nada! ¿Podréis creerlo?
Pobre, pobre nuestra pequeña nínfula, que no hablaba por no hacer daño y veía cada vez más lejos el que un día fue objeto de su amor. Necio, necio nuestro pequeño gnomo que no se sabía el causante de su desdicha, y todo por ser como es. Todo explotó, claro. Y un domingo de noviembre era decidieron darse el tiempo de una luna para aclarar sus sentimientos. Y sin hablar de cierto. ¡Pobres, pobres los dos! Cuánto dolor. Cuánto, cuánto dolor. El gnomo fue casi capaz de pensar, intentó recordar qué había hecho mal, intentó saber que podría arreglar. Y no aceptaba que él fuera la causa de la desdicha de su amor, y se castigó creyendo que la abandonaba en momentos de necesidad. Y le consumió la incertidumbre y tuvo dudas y supo cuánto la amaba; y sintió alguna vez el fuego del orgullo y la ira del tonto, pero supo, esta vez sí, y de cierto, cuánto la amaba. Casi fue capaz de dejar también pensar a su ninfa. Tardó dos días en hablar con ella y se dedicó a incordiarla a lo largo del mes.
Terminó la luna su camino en los cielos estrellados y la ninfa consintió en seguir con el gnomo. Felicidad. Todo podía volver a ser como antes lo había sido. Mas no lo fue. A los pocos días regresó la tristeza a los ojos de la nínfula y el desánimo al corazón del gnomo.
-No sigas. -dijo la niña- No quiero oír el resto.
-¿Por qué? -respondió el hombre- Aún no sabes el final del cuento.
-No quiero saberlo.
-Es posible que estés equivocada…
-Da igual. Y si puedes, rebobina y acaba en alguno de los momentos felices. Déjalos ahí.


El Bosque del Tejedelo (Requejo, Sanabria) es una masa arbórea de singular importancia que alberga roble melojo, abedul y, sobre todo, más de cien tejos milenarios. El tejo es un árbol fascinante que ha sido honrado por el hombre desde la antigüedad. Estando ante algún viejo ejemplar es fácil de entender.
El Bosque forma parte de la red de Espacios Naturales de la Junta de Castilla León, la Red Natura 200, Espacio LIC, ZEPA y seguro que alguna sigla más. Patrimonio Natural, en la que para mí es su mejor actuación en Sanabria y Carballeda, ha habilitado un sendero interpretativo que al tiempo que preserva sus zonas más frágiles permite al interesado acercarse a su magia. Porque ante todo el Tejedelo es un bosque de cuento de hadas. No dejéis de visitarlo.


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7 comentarios:

  1. Tiene buena pinta. el sendero ¿es de troncos? ¿el que se ve en la penultima foto? Gracias por enseñarnoslo

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  2. Como este relato viví yo una muy de cerca, intentando salvar lo poco que quedaba..quemando lo poco que quedó, y leyéndolo me ha absorbido tanto, que que se me ha ido el santo al cielo y con ello me quedé sin cenar por que tambien se me quemó la cena, aun así me llega tanto al corazón este relato y se aprende tanto que pienso ..estoy segura de que ni fué tan malo ni fué tan bueno , estas cosas pasan y quedan ahí , para siempre.

    Gracias como siempre , un placer leerte.

    Un abrazo.

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  3. Javi: No, el sendero no es todo de troncos, pero es una gozada. Hay que esforzarse un poco, la pendiente es fuerte, pero cuando te encuentras con los tejos milenarios la sensación es tremenda. Son árboles especiales.
    Arena: Gracias a ti, por supuesto.

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  4. No sé... por un momento me creí un gnomo. ¿Tú no sabrás algo de mi vida? o es que tal vez muchos nos podemos identificar con el gnomo y muchas con la nínfula...

    La próxima vez que vaya a pescar al Castro, intentaré buscar al gnomo y ahogar con buen vino nuestras penas.

    Un saludo

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  5. ¡Brindemos y riamos todos! Es lo que al final queda. Como dice Arena: nada es tan bueno ni nada tan malo... Te tomo la palabra

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  6. Uf...que gran relato...bueno, no digo como me sentí al leer esta historia, pero os lo podeis imaginar...

    El lugar parece precioso, idílico...ojalá tenga oportunidad algún día de poder recorrer esos inóspitos lugares.

    Un saludo, Mery

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  7. Gracias por tu comentario, Mery. Sigo tu blog, aunque todavía no he tenido oportunidad de participar. En cuanto al Tejedelo es en verdad idílico. En estas fechas, con el verde explotando y en otoño, con colores ocres y los tejos dando sus frutos son los mejores momentos para venir.
    Saludos

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