Desde pequeño se me dieron bien los libros. Recuerdo la mirada extrañada de mi madre cuando, apenas un mico, me arrebujaba junto al fuego en un rincón del escaño y forzaba la vista sobre un libro de la casa, el mil veces releído Vidas de Santos. Con mi padre era distinto. Cierto es que al hablar de mí con las visitas denotaba un claro orgullo, pero cuántas veces perdió la paciencia cuando, por ejemplo, por mis lecturas descuidaba la vela y las ovejas pastaban por los huertos vecinos como Pedro por su casa. También pronto me convertí en el ojito derecho del señor cura. Me sentaba a su lado en el catecismo y siempre se mostraba pendiente de mí, de mis preguntas y de mis progresos. Un día, al volver a casa, le vi saliendo de la cocina junto a mis padres. Los tres se me quedaron mirando. El señor cura sonreía, mi madre parecía haber llorado. Poco después, con cuatro cosas envueltas en un hatillo, partí hacia el seminario.
He de confesar que fueron unos años de excitación salvaje, casi animal. Después de miles de tardes devorando las misma historias, se ponía a mi alcance lo que yo pensaba era la totalidad del conocimiento humano. Pese a las largas cartas que enviaba a mi madre, y que ella contestaba posiblemente auxiliada por el señor cura o el maestro, olvidé mis raíces, mi vida en el pueblo, la triste Sanabria del XIX. Fui un estudiante esforzado, aprovechado y agradecido. No había para mí lugar en el mundo comparable a la biblioteca del seminario. El afán, más bien el ansia de conocimiento y estudio, ardía en mi como un fuego inconsumible. Fueron mis años felices. Casi sin darme cuenta canté misa y me destinaron como párroco a una aldea de montaña. Enseguida vi. que aquello no era lo mío y, gracias a Dios, mis superiores estuvieron de acuerdo. Volví a las aulas, esta vez como profesor y al tiempo que intentaba inculcar mi pasión a los alumnos estudié Derecho, Ciencias, Física y Metafísica… todo me interesaba. Sin embargo, visto a posteriori, creo que fue entonces cuando todo comenzó a estropearse. No sé explicarlo bien. Digamos que al empezar a ser reconocido como persona de valor, como sabio, el conocimiento en sí perdió importancia frente a la intriga, a la adscripción a un grupo que podía garantizar tu elección para un puesto frente al candidato de los otros. Una vez más sin darme cuenta quedé envuelto en los sutiles hilos de la política de salón. El saber quedó en segundo plano y lo que en verdad ocupaba mi mente era mi carrera, la lucha por el poder, el reconocimiento, el estatus.
Y en ese sentido me fue muy bien. Repartí estocadas y salté peldaños batiendo marcas de juventud: prelado, deán, obispo… el cardenalato me esperaba en algún punto del porvenir.
Fue al poco de subir uno de esos peldaños –me nombraron administrador apostólico de una villa de renombre- cuando recibí una carta de la lejana Sanabria: mi padre se moría. No puedo negar que acogí la noticia con cierto fastidio. Volver a Sanabria, en ese momento. Llegué justo para ver como el féretro recibía la primera paletada de tierra. Mi madre, a quien me costó reconocer, se deshizo en lágrimas entre mis brazos. Visto el panorama decidí quedarme algún día más.
Cuando me fui de Sanabria con mi hatillo dejé a mi madre como una mujer fuerte, de raza, capaz de bregar con las tareas de casa, las del campo y otros cuatro rapaces colgados de sus faldas. Al volver, apenas treinta años después, mis hermanos eran hombres y mujeres sanabreses que habían formado sus propias familias: toscos y cariñosos, amables pero distantes. Y mi madre… un montón de huesos cubiertos por un sayo negro, una anciana. Sentí mucha lástima por ella, lástima como por un perrillo callejero. Al principio atisbaba los posibles síntomas de recuperación anímica mientras pensaba en la posta que habría de devolverme a mi obispado. Poco a poco, una vez más inconsciente, se me cayó el alzacuellos y me reencontré con la vida del pueblo: cuidaba de mi madre, atendía la hacienda, jugaba a los naipes en la cantina, escribía… Llegaban cartas cada vez más apremiantes inquiriendo por mi regreso. Y a mí me costaba cada vez más atenderlas.
Una noche, sentado en el escaño de mi niñez, hice un gurruño con una de ellas y la tiré al fuego. Y mirando las ascuas comprendí que había equivocado mi vida. No me arrepentía, por supuesto que no, de mi saber ni de mis estudios, pero supe que mi sitio tenía que haber sido allí, en mi tierra y con mi gente. Con mi familia y con la que yo hubiese formado, que serían una. Me quedé toda la noche contemplando las llamas sin verlas, planificando cómo sería mi vida desde ese momento: cómo seguiría con mis escritos, cómo conseguiría los libros, la mejor manera de recuperar a mi madre, de mantener la casa… Fue una revelación como la de Saulo de Tarso.
Y como él me caí del caballo. Literalmente. Volvía de pasear por la majada de San Roque cuando, a la altura de la fuente del Mogo, se cruzó una víbora y mi yegua se encabritó. Desde el primer momento supe que había sido una mala caída. Vinieron médicos de Puebla, de Zamora, de la capital incluso. Pero yo había recibido la señal y no pude por menos que aceptarla. El círculo estaba cerrado. En menos de un mes estaba muerto.
Embalsamaron mi cuerpo y con gran pompa lo trasladaron a la catedral de mi sede, donde reposa para la posteridad frente a un altar importante. Pero mi corazón, Dios lo quiso, quedó enterrado en Sanabria. Donde nací.
El auténtico Manuel Sanromán Elena –no el protagonista de esta fábula- nació en Cobreros en 1865. De humilde familia, fue párroco en Justel y en Santa Marta de Astorga, profesor de Ciencias Naturales en el seminario de esta villa, Doctor en Derecho Canónico y autor de estudios como “Unidades Físicas”. Ordenado Obispo titular de Melasso en 1909 –siendo su madrina la infanta Isabel de Borbón- y nombrado administrador apostólico de Calahorra ese mismo año, murió en Cobreros, a consecuencia de la caída de un caballo, el 29 de agosto de 1911. Tenía cuarenta y seis años y una gran carrera por delante. Su cuerpo está enterrado, bajo una lápida conmemorativa, en uno de los altares laterales de la catedral de Calahorra. Sus vísceras –entre ellas, su corazón- se quedaron en Sanabria. Imaginando lo que era Cobreros en el S.XIX, D. Manuel debió ser un personaje fascinante.
Imagen de la invitación de Manuel San Román enviada por Carmen San Román.
..mi corazón no se donde acabará enterrado, pero si se una cosa, que Sanabria se está quedando con el mio.
ResponderEliminarUn abrazo.
pues el mio kiero k sea enterrado en sanabria
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