Has de saber, oh, príncipe, que en un lugar no muy lejano, y tampoco hace demasiado tiempo, existió una zapaterita cuyo nombre era Lucía Ferreira. Pasó largos años, eso sí, en tierras extrañas aprendiendo el oficio, pero llegó el día en que volvió al pueblo donde había nacido para vivir de su trabajo.
Sabed que entonces en aquella aldea todo el mundo gastaba un calzado al que nombraban cholos: piel curtida de res reclaveteada directamente sobre un piso de madera. Sin duda alguna un buen calzado, que había demostrado su valía durante mucho tiempo, mas por entonces ya superado. En sus viajes por esos mundos del Señor, Lucía Ferreira aprendió una nueva fábrica que permitía una suela más flexible, un zapato más cómodo e igual de duradero. Se sentía feliz aquella joven de poder mostrar a los convecinos sus nuevos conocimientos, a más de pensar que era una cosa que a todos beneficiaría. Pero, como es de ley, un inconveniente había: sus herramientas y pertrechos para trabajar al estilo antiguo no valían; si lo intentaba, no solo malos cholos saldrían sino que las nuevas suelas componer ya no podría.
Y así, mi príncipe, tal como se cumple todo aquello que en el Libro de la Vida está escrito, se cumplió la hora en la que Lucía abrió al público su tienda. Los vecinos, con la novedad y conociendo de antiguo la estirpe de la zagala, acudieron en tropel. “ Quiero unos zuecos nuevos con la esfinge de la Peregrina labrada en trazo fino” -pedía el pudiente; “ Apáñame este cuero, pulido cual papel, malo sea que para el verano no me haya de valer” -solicitaba el desheredado. A todos con una sonrisa Lucía les hacía ver que no era su negocio el que decían pretender, pero suelas en caucho visto ella les podía hacer. Uno a uno los vecinos de la casa fueron saliendo: sabe Dios, príncipe bueno, lo que camino al hogar iban diciendo.
Diego de Monterrubio era, en aquel tiempo, el labrador más rico del pueblo. Viudo desde no ha mucho dio en pretender a la joven zapaterita: “Lucía, bella Lucía - dicen que le decía - Si cholos has de hacer, hazlos al menos como tienen que ser”. La discreta sonreía y miraba para otro lado. No eran de su gusto ni el galán ni el consejo dado.
Pues habéis de saber, oh, príncipe, que desde cada confín del reino acudían a Lucía a sus zapatos comprar, porque la fama de su trabajo no se había hecho esperar. Rara era la semana en la que no arribaba al pueblo un forastero, muchos en monturas de rico jaez, preguntando por la tienda de la bella zapatera. Arrieros de Carballeda y tratantes de Villalpando llegaron a tratos con ella para reforzar sus ventas. Lucía trabajaba duro y apenas tenía tiempo de ver la calle, pero se decía a sí misma que era feliz: su labor era apreciada y hacía cada vez mejor aquello que había aprendido a costa de tanto sudor. Solamente una espinita amargaba su corazón, pues ninguno de sus vecinos su calzado compró.
Hay veces, mi señor, que algún diablo burlón debe tomar forma humana y subir desde los infiernos a divertirse entre los hijos de Dios, pues no encuentro otra explicación a esos rumores y maledicencias que, sin saber cómo ni porqué, de buenas a primeras prenden como yesca seca entre las buenas gentes de vuesas tierras. Así, en aquella aldea al pie de la sierra alguien empezó a decir que la Lucía era altanera y orgullosa, que despreciaba la cuna que la vio nacer. Otro dijo que por su ventana la había encontrado revolcándose entre monedas mientras reía de sus vecinos. Aquel recordó que no se la veía mucho en la Santa Misa y Diego de Monterrubio afirmó que siempre venían devueltos los presentes que le mandaba, con lo buen partido que él era. Poco a poco fue subiendo el tono, y se atribuyó el trabajo del caucho a malas artes infernales. “¿ No os habéis dado cuenta -se murmuró- que desde que volvió Lucía ya no llueve como llovía ?”
Una noche malhadada, estando todos en la taberna, corrió el vino como sangre y se prendió la mecha: “ Hay que tirar del pueblo a esta bruja desgraciada”. En el mismo llar meten fuego a las antorchas y ya salen en procesión fantasmal por el Mogo abajo, unos con hoces, otros con horcas, todos armados. A las puertas de la bella grandes voces están dando, entre risotadas y algaradas hay quien pisotea el huerto y las gallinas revolotean espantadas del estruendo. Ya la puerta de un fuerte golpe se abre, y sale Lucía Ferreira con ojos desencajados, se abalanza como furia sobre Diego de Monterrubio, que la marcha encabezaba, y al cuello le pone presto el arma que de su padre heredara: “ Si estos queman la casa, tu conoces el infierno aunque contigo vaya”.
Cuentan, mi señor, que Monterrubio no creyó a la zapatera hasta que ella le infringió la primera sangre. Que entonces pidió a chillidos que todos volvieran a sus casas, que abandonaran al punto la cruel labor que pretendían. Que los aldeanos, aún a regañadientes, bajaron los palos y las teas y marcharon calle arriba, pero el rico labrador quedó amarrado junto a la cocina toda la noche mientras Lucía, afanosa, preparaba la carreta con todas sus herramientas. Y dice quien lo sabe que a la mañana siguiente llegó al pueblo uno de los arrieros clientes de la zagala, que desde hacía algún tiempo la miraba con ojos tiernos. Entrambos cargaron los últimos pertrechos que quedaban y, tras liberar a Diego, partieron por el camino de la Matanza a unos prados que desde antiguo pertenecían a la familia. Allí, en los altos desde donde vigilar la aldea, erigieron el primer refugio, que con el tiempo y sus manos llego a ser buena casa de piedra. Allí vivieron, allí sus hijos criaron y allí trabajaron con denuedo, pues Lucía nunca renunció a hacer lo que tan bien sabía.
El resto, mi señor, se pierde en la leyenda: según algunos, los vecinos, guiados por el Padre Cura, acudieron a solicitar perdón por tan vergonzosa acción; según otros nunca hubo paz con la pareja, y las vacadas que subían a la sierra siempre evitaron los pagos de la zapatera. Termina así sin final claro mi cuento; mas he de pediros, oh, príncipe, que si es vuestro gusto comprobéis el material de vuestras suelas: no son madera, por cierto. Y si buscáis en un mapa, allá por la diestra del Cubello, encontraréis sin falta el todavía llamado Alto de Lozaferreira.
Podéis encontrar un acercamiento más ortodoxo a la leyenda de Lucía Ferreira aquí, en El Blog de Lasker.
No conocía la leyenda pero me alegra descubrirla a través de tus letras. Nuestra tierra posee su particular mitología aunque siempre he creído que bajo cada historia palpita un trocito de verdad. Luego el tiempo y la imaginación de los pueblos van puliendo los hechos hasta llegar a estas fábulas. Gracias por contarme un cuento para comenzar el día :)
ResponderEliminarEs una tradición muy local, centralizada en Cobreros y debida a la existencia de varios topónimos. Que, por otra parte, pueden tener origen en antiguas minas o incluso herrerías y no haber existido nunca Lucía Ferreira.
ResponderEliminarMe alegro que te haya gustado el cuento, alicia.
Un abrazo.
Ya lo dijo Jesucristo, es muy difícil ser profeta en tu tierra...
ResponderEliminarAmén! Además, es muy curioso en los pequeños núcleos de población como los rumores pueden llegar a convertirse en verdades absolutas.
ResponderEliminarE Internet ha convertido el mundo en un pueblo, por cierto.
Saludos, José Luis
Preciosa foto la de Lucía para una bonita Leyenda, me ha gustado mucho.
ResponderEliminarUn abrazo Xibeliuss
Ay, amigo Xibeliuss, ¡qué hermosísima leyenda!.
ResponderEliminarBravo por Doña Lucía, que supo defender su dignidad, su oficio y su independencia, enfrentándose a la ignorancia de un pueblo supersticioso (herencia de nuestra España más profunda).
Gracias, y cuéntanos más leyendas, por favor!, son parte de nuestra Historia. Besos!
Monsieur, preciosa narracion la suya. La ha hecho usted muy bella. Se percibe toda la ilusion que pone en este blog, capaz de enriquecer con su buen arte cada detalle, sea imagen o texto.
ResponderEliminarFeliz dia
Bisous
Esta "Lucía" es una gran amiga a la que aprovecho para saludar, si llega a ver la entrada.
ResponderEliminarUn abrazos, Arena ¿qué tal la plantilla?
Gracias, Carolina. Yo me pierdo por una buena leyenda o un buen cuento...
ResponderEliminarY tú nos proporcianas algunos emocionantes.
Muy agradecido, Madame. Lo intento, lo intento.
ResponderEliminarUn gran reportaje, paquita, que recomiendo a todos. Saludos.
ResponderEliminarAh! gracias, amigo. Te espero en Karyûkai...
ResponderEliminarUn beso!
No tardo, carolina
ResponderEliminarUna historia encantadora. Me ha gustado ese guiño a los "tratantes de Villalpando". La verdad es que los hubo, y los hay aún.
ResponderEliminarIncluso su nombre, Lucía, hace alusión a la luz, a la clarividencia de esa mujer de hierro, por eso también es "Ferreira".
Saludos a todos.
Varo.
¡Bienvenido, Varo! Demasiado tiempo sin verte por aquí. Tratantes de Villalpando hemos conocido desde siempre en esta tierra.
ResponderEliminarAhora menos,claro. El oficio se pierde.
Saludos.
me ha encantado leerte una vez mas, mira que le pones pasión, esta vez no falta de nada, amor, odio y casi sangre, jeje. la pena es que todavia en los tiempos que estamos suceden cosas así. bsos.
ResponderEliminar¡Historias más grandes que la vida! Pues espera a leer la siguiente.:º)
ResponderEliminarSaludos, cruz
Me gustó mucho la historia de la zapaterita, bellísima.
ResponderEliminarUn besito
Me alegro mucho, Reme. Un abrazo
ResponderEliminarENTRA EN cobrerosforever.obolog.com Y DESCUBRE LA VERDADERA LEYENDA DE LUCIA FERREIRA
ResponderEliminarPor supuesto que sí. Podéis encontrar el enlace directo justo al final de la entrada. Lasker hace un acercamiento más ortodoxo a la verdadera leyenda, yo, como de costumbre, me he montado mi propia versión.
ResponderEliminarSaludos, Anónimo.
Ah, he visto que Lasker ha colgado el romance! Podéis verlo aquí: http://cobrerosforever.obolog.com/leyenda-lucia-ferreira-446362
ResponderEliminarMerece la pena