25 jul 2009

El Camino equivocado

- Llevar siempre calzado y ropa adecuados para el camino y la estación.
- Llevar siempre agua y alimento suficiente.

- Llevar siempre un mapa detallado, brújula o GPS.
- Informarse de la señalización, cruces y otros avatares que podamos encontrar.
- En lo posible, no salir sólo a caminar.

- Avisar siempre de la ruta que pretendemos seguir y el tiempo previsto a emplear.

- Tener en cuenta la información meteorológica, imprescindible en las rutas en altura donde las condiciones puedan cambiar con rapidez.
- Un camino se hace para disfrutar, no para competir. Ajustar nuestro paso y nuestras pretensiones a nuestra verdadera condición física.

- Una navaja o cuchillo, un recipiente y un bastón pueden solucionarte muchos problemas en el campo.

- Un botiquín con equipamiento mínimo (tiritas, alcohol, gasas) no debe faltar.


No pude evitar una sonrisa. Encontré este decálogo apresurádamente escrito al revisar los papeles de mi expedición. Reviví el momento exacto en el que lo había garabateado.


- ¿El camino? ¡No tiene pérdida ninguna! Bueno, las veces que lo habré hecho yo… Un poco de cuesta al principio y listo.

Hoy, una vez pasado mi año en Sanabria y Carballeda, apenas más mayor pero mucho más experimentado, he de confesar que me da un poco de vergüenza confesar esto. Por eso la narración que sigue permanecerá en mi diario privado, alejada de la publicidad.

Pocos días en Sanabria. De hecho, aún continuaban conmigo dos miembros de la universidad que habían viajado para ayudarme con mi instalación y mis primeros contactos en la región: Prudence Litelwolf, joven licenciada de gran valía y Moritz, un hombre para todo con un oscuro pasado del que nunca hablaba –“Irá con usted para que yo me quede tranquilo con respecto a su seguridad” me había dicho Bistebal. Fiel a mi temperamento metódico, decidí iniciar mis visitas por el extremo de la comarca: uno de sus valles mas recónditos rodeado por las cumbres más altas. Buscábamos información sobre un bosque de abedules de singular interés y nuestro amable contacto nos facilitó la forma de llegar.

Confiados por la información, aparcamos el coche y decidimos iniciar el camino sin preparar nada más. “El poco de cuesta” resulto ser un desnivel de cuatrocientos metros con pendientes de hasta el 17%. Conseguí coronar a base de orgullo, para no desmerecer junto a mis compañeros, pero me costó sangre (rasponazos varios), sudor (mucho) y lágrimas (contenidas). Y un reventón de costuras que convirtió mi pantalón en una especie de kilt escocés, aunque sin los colores de ningún clan.

Como única guía llevábamos un folleto turístico con un dibujo esquemático de la ruta. Nos sirvió para encontrar los puntos de referencia: un picacho a la derecha y una laguna más adelante. Superábamos los 1.600 m. de altura y vimos como las cumbres por encima de nosotros se cubrían de nubes. Pensamos que si daba en llover no lo pasaríamos bien con nuestra ropa de verano. Afortunadamente todo quedó en unos hilachos de niebla que embellecieron sobremanera la laguna. Al llegar a ella espantamos una bandada de patos y una pareja de corzos. El paisaje, las vistas, la vegetación, nos tenían tan embelesados que no nos dimos cuenta que a partir de allí ya estábamos perdidos. Según el mapa, deberíamos dejar la laguna a nuestra izquierda y nosotros la abandonamos por la derecha.



El caso es que, como suele pasar, no tuvimos ninguna sensación de equívoco: el camino estaba claro y abierto y, además, seguíamos encontrando balizas y señales de otros senderistas. No se nos ocurrió pensar que podían estar dirigiéndonos hacia otro destino, quizás solo la impresión de estar andando más de lo siete kilómetros que en teoría deberíamos recorrer hasta regresar al coche. La primera señal negativa –aparte de mis pantalones kilt – nos sorprendió ya bien avanzado el descenso: Prudence, a la que sus deportivas ya le habían provocado algún resbalón, pisó mal una piedra resbalosa y cayó al suelo con el tobillo torcido. Moritz y yo nos abalanzamos en su ayuda, pero ella se levantó de un salto y dijo que seguiría sin problemas. ¡Una chica fuerte! – Bistebal ya me había avisado. Sin embargo, vimos claramente como cojeaba y trataba de ocultar su dolor. Moritz me miró con preocupación.

Unos centenares de metros más allá, desde un recodo pudimos vislumbrar a lo lejos las primeras casas del pueblo. Pero no me alegré, es más, la sangre huyó de mi rostro de golpe. Según el mapa deberíamos haber encontrado un embalse antes de llegar y allí no estaba. Y en segundo lugar, reconocí el pueblo al que habíamos llegado porque lo visité el día anterior. ¡Nos habíamos pasado al siguiente valle! Desmoralizados, nos sentamos al lado de un puentecillo sobre el río para revisar nuestras opciones. No podíamos comunicar con nadie para que nos fuese a recoger con el coche. Teníamos media botella pequeña de agua para los tres y no habíamos encontrado ninguna fuente en el camino. No teníamos alimento ni posibilidad de comprarlo, ya que en el pueblo no había bar. El regreso por carretera suponía unos veinte kilómetros, a sumar a los once ya realizados. El tiempo corría en nuestra contra. A Prudence se le estaba hinchando el tobillo significativamente. Nos miramos los tres apesadumbrados. La única solución era volver por el mismo camino. Moritz se ofreció a regresar él sólo a por el coche para luego recogernos. He de reconocer que me resultó tentador, pero Prudence se negó en redondo. Claro, yo no podía ser menos.

Moritz encabezó el ascenso por la cuesta que acabábamos de bajar, y he de decir que se nos hizo muy penoso. Yo, martirizándome en silencio por los errores cometidos y un cansancio abrumador; Prudence, sufriendo sin queja un tobillo muy maltratado. “Se está portando como una campeona” –me dijo Moritz aparte. En uno de los múltiples descansos agotamos el agua que nos quedaba e incluso un azucarillo perdido en la mochila. Necesitamos todas nuestras energías para llegar de nuevo a la laguna, pero lo conseguimos. El paseo por la altiplanicie tuvo el efecto de elevarnos la moral, al fin y al cabo ya solo restaban unos cuatro kilómetros hasta el coche y además cuesta abajo.

Pero volví a equivocarme. Con el plano en la mano, decidí que el camino real debía ser un senderillo apenas marcado en el pasto que discurría entre la laguna y el pico coronado con piedras. “Según el mapa es éste, sin duda – aseveré – Y nos ahorramos un kilómetro. ¿Qué opinan?” “Por la posición del sol parece llevarnos directamente hasta el inicio, pero creo que sería más seguro volver por el camino conocido –dudó Moritz”. Prudence no dijo nada, pero se adivinaban sus ganas de acabar cuanto antes.

Así que por indicación mía tomamos el senderillo. Y andados apenas un par de kilómetros lo perdimos entre la hierba y nos encontramos ante un impresionante cortado cubierto de árboles, maleza, helechos y monte bajo. Creo que el cansancio fue mal consejero, ya que decidimos descender campo a través con la esperanza de cruzarnos con algún camino que nos llevase hasta el pueblo. Y aquello en verdad fue la traca final, un auténtico ejercicio de barranquismo sin agua: descolgándonos por las rocas, resbalando bajo la maleza, atravesando espinos a cara descubierta… las zonas de helechos golpeaban mis intimidades favorecidos por el pantalón reventado y en ocasiones sólo conocíamos la posición de nuestros compañeros por el estruendo de ramas rotas. Fue apenas un kilómetro con un desnivel de trescientos cincuenta metros, pero tardamos dos horas en conseguir atravesar la espesura del bosque. Porque, naturalmente, sólo recuperamos el camino cuando estábamos a cien metros escasos del coche. Ahorramos distancia, sí, pero a qué precio.



Aquella noche, en la misma bañera de mi habitación, escribí el decálogo de más arriba. Y he de decir que en el resto de mis andares por Sanabria y Carballeda lo respeté a rajatabla. Estaba cansado, magullado y arañado hasta no poder más; y en el agua de la bañera flotaban multitud de restos vegetales que habían salido de las partes más íntimas de mi ser. Sin embargo, me sentía especialmente satisfecho de algo: la actitud de mis compañeros. Pese a mis continuos errores no hubo quejas, reproches ni recriminaciones. Ninguno abandonamos. Aceptamos la situación de emergencia y nos concentramos en encontrar las soluciones. Y las buscamos con todas sus consecuencias, seguros de estar juntos en ello. Como había dicho Moritz “Somos como los marines. Si salimos juntos, volvemos juntos”. Y así fue.

Los echaría de menos.


Herbert Von Patto Diarios Secretos


Fotos: Monte de Porto, camino de Barjacoba.

12 comentarios:

  1. Pues si a usted le quedaron los pantalones como un kilt sin cuadritos, imagine cómo me quedarían a mi.
    Cuando era niña me daban miedo las montañas cuando las tenía ya muy cerca, al ir aproximandonos con el coche. Pero solo las montañas rocosas, como la de Montserrat. Y tambien los edificios altos cuando caminaba por la ciudad y aparecian de repente muy cerca al doblar una esquina, como la Torre Eiffel o la Sagrada Familia. Aun me dan pequeños ramalazos. Pero ni siquiera sé si esa fobia tiene un nombre.

    Feliz dia, monsieur

    Bisous

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  2. Esa fobia seguro que tiene nombre, Madame. A saber cuál. A mi, sin embargo, me atraen las alturas. Veo una montaña y no paro hasta saber qué es lo que se ve desde arriba.
    Feliz fin de semana para usted también.

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  3. Tienes razón, Logio: Salió bien. La frase de la excursión la dijo, cómo no, mi querida Prudence Litelwolf, en los peores momentos de dolor de su tobillo lastimado: "Vamos a morir entre estos helechos, pero jopé qué vistas". Fue lo más parecido a una queja que hizo.
    Saludos.

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  4. Yo tube una experiencia similar, y bastante suicida, me asusté y en vez de calmarme, eché a correr montaña abajo, "pa verme matao", pero no era el momento,y desde ese día, vi la importancia que tenia el estar bien documentada y saber mantener la calma en estas situaciones.

    La montaña igual que el mar me causa mucho respeto, y como tal, no hay que tomárselo a la ligera.

    Un abrazo

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  5. Un abrazo, Arena. Tienes razón: lo más importante ante imprevistos es no perder la calma. No te ayuda en nada.
    ¿Corriendo montaña abajo? Hum, curioso de ver. jejejeje.

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  6. me entraron unas ganas locas de salir
    de veras¡
    saludos

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  7. No me extraña, cuentosbrujos. Aun con el extravío y todo guardamos un recuerdo muy bueno de aquel día.
    Saludos

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  8. Este tipo de experiencias favorecen el conocimiento de los otros. Los amigos o personas desconocidas que encontramos en el camino (siempre de gran importancia en la montaña) hacen piña, todos a una, sin saber de dónde salen las fuerzas para continuar. Todos aportan lo que pueden: desde un bocadillo a apoyo moral (imprescindible en estos casos). Mas que algo negativo, desdeñable y con trazos de difuminarse en la memoria veo en ello una experiencia digna de recordarse. Un ejercicio de aprendizaje en bruto.

    Saludos

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  9. De acuerdo contogo al 100%. La montaña (la experiencia) te enseña quien es quien sin posibilidad de duda.
    Saludos.

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  10. Ya parecemos de la familia donde perderse es una tradicion....
    Para trepar soy buena, pero bajar es otra cosa, ahi se me complica. Por aqui hay cascadas, ademas de la famosisima Iguazu que auqitan ela liento, como las del Sotillo, reconditas, que hay que trepar y trepar para llegar a ellas; en una de ellas para sacarle una foto de abajo no me quedo otra que arrojar el bolso hacia abajo y yo deslizarme de espaldas por la roca. Fui hasta el embalse, por las piedras, por todos lados y luego me fue facil con el morral a la espalda trepar como Tom Cruise, usando dedos en agujeros, moviendo de un miembro por vez. Eso si, nadie sabia donde estaba, no avise a nadie, no lleve brujula ni se como se usa, mucho menos celular, ni baston o mapa, ni provisiones que me hicieran peso. Nunca en mis caminatas he llevado algo de eso, y soy de las que le piden 'por favor, esta vez no vayas muy lejos' y vaya a saber poruqe raro sentido es que vuelvo.

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  11. Jjejejej, Alyxandria, serías una buena compañera de ruta para mí. Estoy contigo: las normas son para romperlas y entonces es cuando empieza la emoción.
    Saludos.

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