De nuevo contamos con la presencia en el blog de Inés Camaro, rememorando en esta ocasión la figura de Jenaro Rodríguez, que fue sastre en Triufé y en Puebla a mediados del siglo pasado. Advierto que la entrada ha quedado un poco larga para lo que son los estándares habituales: también les digo que, una vez que se hayan metido en la historia, es posible que se queden con ganas de más.
Oh, quisiera tanto que tú te acordaras/ de los días felices en que éramos amigos/ en aquel tiempo la vida era más bella/ y el sol más ardiente que hoy/ las hojas muertas se recogen a paladas/ tú ves, yo no he olvidado…/ las hojas muertas se recogen a paladas/ los recuerdos y los pesares también/ y el viento del norte los traslada/ hacia la noche fría del olvido/ tú ves, yo no he olvidado/ la canción que tú me cantabas. (Las Hojas Muertas, Prévert - Cosma)
El otoño siempre me causa melancolía, añoranza por aquel tiempo de la infancia cuando vivíamos la vida sin complicaciones, los días transcurrían rápidos sin darte tiempo para aburrirte y siempre aprendiendo de nuestros mayores, ellos siempre tan atareados con el trabajo que nunca faltaba. Todas las estaciones eran ajetreadas, sólo allá en el invierno, cuando los días son mas cortos, ellos se tomaban su tiempo para jugar a las cartas durante unas horas.
Cuando al caminar sentía bajo mis pies el sonido de hojas secas, siempre pensaba en Jenaro. Cuando cada otoño el aire juntaba las hojas de los castaños en la varjonca de la Villara y las recogíamos con la carreta con engarillas y un cancillo delante y otro atrás y las llevábamos a la cuadra para que los cerdos tuvieran buen colchón y de paso se comieran las castañas que quedaran de los últimos días, entonces también pensaba en Jenaro. También cuando sobre mis hombros llevaba del medero el feige más grande de paja que mis fuerzas me permitían, caminaba sobre las hojas del camino de la Villara pegado a su casa y a veces, si él estaba en el corral y oía el ruido de las hojas, se asomaba y me hablaba. Él sabía que yo no quería encontrarme con Sofía y me avisaba si estaba en la puerta de su casa o no; pues ella siempre me decía que mi hermana llevaba los feiges más grandes que yo. “¡¡Claro!!, ella es mayor” - le decía yo, pero además me entretenía con la conversación y para entonces yo ya iba justa de fuerzas y tenia que dejarla con la palabra en la boca, y yo sabía que eso era de mala educación. Un día Jenaro me dijo que lo que le pasaba a Sofía era que no tenia hijas que le hicieran los recados como mi madre. En mi ánimo empezó a crecer las ganas de decirle: “Sofía, cásate y verás que bueno es tener quien te haga los recados”. Pero nunca se lo dije. Años mas tarde Sofía se casó con un buen hombre de Santa Cruz de Abranes que la ayudaba, y además tuvo un taxi con él que paseó a los sanabreses por toda la comarca - a las fiestas de los pueblos, al Puente, al Lago, a la estación... Sofía tuvo una hija, pero para entonces mi vida fue apartada de nuestro pueblo. Yo nunca dejé de relacionar las hojas del otoño con Jenaro. Tampoco olvidé nunca sus sabios consejos para enfrentarme a la vida.
Jenaro era esa persona entrañable y especial del que todos querían ser amigos, un sanabrés querido y respetado por todos los que tuvimos la fortuna de conocerle. Un ejemplo de superación para todos nosotros.
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La Casa de Jenaro en La Villara |
Los primeros años de nuestra vida nos limitamos a ser observadores de los mayores y, después, surge de pronto a quién nos queremos parecer o cómo nos gustaría ser. Pocas veces se logran esos deseos porque cada uno es lo que le toca vivir y sus circunstancias, y eso es irrepetible en cada persona. Según pasaba el tiempo, la niña que no debió ser admiraba a Jenaro, él no era tan serio como los padres ni tan serio como nuestras maestras, con él se podía hablar sin miedo a que se riera de tu ignorancia, o se mofara si llevabas las rodillas rotas o el vestido, que era casi siempre. Él tenía un año más que mamá y su madre y la familia de mamá eran parientes, pero yo no supe, hasta escribir sobre él, que éramos familia, más que de otros. Él te ayudaba a comprender lo que no entendías de los libros y nunca perdía la paciencia. Y yo siempre tuve claro que nuestra vida hubiera sido mucho mas pobre sin la presencia de Jenaro, porque él llenó nuestras vidas de interés por todo lo que sucedía mas allá de las montañas que rodeaban nuestra comarca; porque él era quién mas sabía y siempre estaba conectado con la radio. Pero, a la vez, nos hacía ver lo bueno que había en nuestra tierra y lo afortunados que éramos de estar allí y no en otro lugar.
Jenaro nunca caminaba solo, siempre iba rodeado de pequeños y grandes cuando recorría las calles, camino a la taberna o a la iglesia o a cualquier lugar que fuera. Todos querían ir a su paso y lo más cerca posible para no perderse una coma de lo que dijera - alguna voz siempre pedía: “Cuéntanos algo, Jenaro”
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La Escuela |
Jenaro era hijo de José Rodríguez Prada y Avelina Losada Ramos, vecinos del pueblo de Triufé de Sanabria. Avelina tuvo ocho hijos de los cuales solo vivieron tres: Julia (1924), Victorina (1925) y Jenaro (1928). En aquellos tiempos, la media de hijos en un matrimonio era de ocho o diez, que se murieran tres o cuatro también era normal. Morían muchos niños, de meningitis o por unas simples anginas. Las mujeres se ayudaban unas a otras en esos trances de la maternidad y la madre naturaleza hacía el resto. Jenaro a los dos años sufrió de poliomielitis y, a causa de esto, una de sus piernas quedó prácticamente inutilizada - en el pié llevaba un zapato con un suplemento de algunos centímetros. Para moverse precisaba de una alcayata de madera en la que se apoyaba. Él tenía un carácter afable y nunca se quejaba de su situación, decía que no sirve de nada pasarse la vida lamiéndose las heridas y que había que tirar "p´alante". Su padre, José Rodríguez trabajó a comienzos del siglo XX en las minas de Rio Tinto, y cuando se construyó la escuela de Triufé sufrió un accidente, allá por 1931 -1933: le cayó una viga encima y a consecuencia de ello al poco tiempo murió. La situación para la familia fue tan mala que Avelina mandó a Victorina con un familiar a vivir en Chaguaceda, pero al poco tiempo la niña se escapó y regresó a casa - ella me confiesa que tenía necesidad de madre. Avelina no encontraba cómo salir de esa situación tan difícil y en 1935 tuvo que recurrir a llevarlos al hospicio de Zamora. Ella buscó trabajo en un pueblo cercano en Tierra de Campos, pero Victorina sólo aguantó allí unos meses. A Jenaro nunca le oí hablar del hospicio, salvo un comentario sobre una noche de lluvia y un patio muy frío. Sea como fuere, aprovechó muy bien el tiempo y allí aprendió el oficio de sastre. Cuando regresó a Sanabria, después de dejar el hospicio, puso una sastrería en Puebla, a medias con un primo de Robleda, en una casa de Mato.
Cuando yo conocí a Jenaro ya no tenia la sastrería en Puebla; seguía cosiendo, pero desde la casa de su madre en Triufé. Era un hombre soltero que vivía con su madre (la señora Avelina) en la casa de ésta. Jenaro tenía dos hermanas ausentes del pueblo:Victorina, casada con Pío, ambos ciegos, vivían en San Sebastián – Victorina, trabajando en Madrid, sufrió un golpe en la cabeza que poco a poco la fue dejando ciega, hasta aprendió braille esperando una posible ceguera. Julia era monja y enfermera, estaba en un convento.
Aún después de los años transcurridos me emociona hablar de Jenaro. Mis primeros recuerdos de él son de cuando yo era muy pequeña y vivíamos en la casa de las aventuras, en el barrio de Las Llamas. Él segaba otoño (hierba verde) para el burro con la guadaña, debajo de los manzanos en el Prado del Sancho, detrás de nuestra casa, y silbaba una canción entonces desconocida para mí: El puente sobre el rio Kwai. Yo le veía desde el balcón y me escondía cuando él miraba hasta que cogí confianza. Me sorprendía su habilidad para segar estando cojo y ademas hacia las güeras al prado con la azada y le rastrillaba las hojas secas en otoño, cuando caían después de coger las manzanas.
Yo entonces era una rapaciña traviesa que caminaba subida por las paredes de los huertos, como las cabras, decía nuestra vecina Rufina – una mujer soltera que vivía cerca de nuestra casa con María Antonia y José, sus hermanos también solteros. Pero es que a ella no le gustaban las niñas traviesas, aunque fueran un poco tímidas como yo, y menos si silbaban como los chicos y echaban carreras en burra y a pelo. Eso no podía ser...
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La Casa de las Aventuras |
Desde el tejado de aquella casa veíamos a Jenaro cuando pasaba camino de la Puebla, al trote en su burro con las alforjas llenas de paquetes. Le gritábamos: ¿A dónde vas, Jenaro?. A la Villa, contestaba. Él vivía en el barrio de arriba y sabíamos que tenía una sastrería y una radio que escuchaban todos los vecinos, la tenía siempre puesta allí en su galería soleada y las mujeres que lavaban la ropa en el lavadero de la fuente seguían la programación y, a veces, a él se le oía cantar. En 1954, cuando nació el primer hijo de Victorina, se fue con su madre a San Sebastián y allí estuvo haciendo ropa de trabajo y gabardinas para una tienda llamada "Pluviax". Pero Jenaro sintió pronto la llamada de Sanabria y los dos regresaron al pueblo.
Él tenía muchos clientes en Puebla y en Ungilde, hoy tal vez hubiera sido un sastre de renombre como los que presentan sus colecciones en Cibeles fashion week- Papá estaba muy guapo cuando se ponía las chaquetas que le hacía Jenaro. Bueno, papá era mas guapo que John Wayne y no era tan desgarbado. Cuando Jenaro regresaba de Ungilde, al llegar al bar Buenos Aires los amigos le decían que si mojaban la venta; Jenaro les decía que si y mientras ellos entraban a pedir la consumición, él picaba espuelas a su burro y salía a toda pastilla bajando la Peña el Letrero. Sabía que si se paraba cogería un pedal y sería día perdido, y faena siempre había. Pero que nadie vaya a pensar que Jenaro era tacaño.
Por la carretera, sin luz, Jenaro corría un gran peligro, pues el tráfico de camiones era constante, eso causaba gran preocupación a su madre. En la curva del Puente del Hospital mas de una vez las pasó canutas, pero su burro siempre le traía a casa; si no era erguido, era terciado como un saco. Recuerdo que alguna vez le preguntamos ¿Cómo haces cuando te cruzas en el puente con dos camiones a la vez?. Él decía que no era cosa suya: el burro decidía, tal vez hasta se subía por las piedras del pretil. Cuando algún domingo en Puebla se prolongaba la velada, Jenaro por la mañana ya se iba directamente al Mercado del Puente a comprar telas, hilos y botones en el comercio de su tío Antonio Rodríguez, para los encargos de la semana, y de paso haber si surgía mas trabajo. Para subirse al burro lo aproximaba a una escalera para hacerlo más fácil; pero si no había escalera, Jenaro se subía trepando por el pescuezo del burro y después se daba la vuelta.
En aquel tiempo de mi niñez, creo que Jenaro era la persona mas intelectual que había en el pueblo: había estudiado en el hospicio y después siguió practicando la lectura. Me han dicho que el Decamerón y algunos ejemplares de Kung Fú formaban parte de sus lecturas, y sobre todo escuchaba la radio, todo el día y parte de la noche, en su taller de costura. Él encontraba en su radio emisoras que contaban las noticias con otro enfoque. Cuando se reunían para jugar la partida de cartas discutían sobre lo ocurrido en la guerra de Vietnam. Él decía que las guerras sólo beneficiaban a los que hacían negocio con ellas y que siempre habría una guerra en cualquier parte del mundo aunque no hubiera motivos, porque si no los había, se inventaban. Esto a mi me asustaba pues era muy pequeña, y pasó un tiempo en que me daba miedo cruzar un camino por un campo de centeno por si venían a quemarlo con napalm como ocurría en Vietnam. Pero después de los años transcurridos y visto lo visto he podido comprobar que Jenaro tenia razón.
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El Taller de Jenaro |
Además de la costura, también ayudaba a su madre con el cuidado de los prados que daban hierba para el burro y cuidando de los huertos y cortinas que les proporcionaban alimentos. El centeno para la era y la hierba para el pajar se la traían familiares que les ayudaban, pues ellos no tenían carro ni vacas. Le recuerdo subido en la banqueta metiendo los manojos de centeno en la majadora, esta tarea la hacia siempre el dueño del centeno, pues se pagaba por tiempo de alquiler de la máquina y, salvo que se lo pidiera a otro, siempre el interesado hacía esa tarea.
También un día se puso a hacer un pozo en una parte del corral, pero encontró piedra cuando llevaba cuatro metros y hubo de pedir ayuda para terminarlo. Sus sobrinos, los hijos de Victorina la de San Sebastián, le ayudaron y le pusieron un motor a 125, como era entonces la potencia de la luz en nuestro pueblo, y Felipe y Pacote le ayudaron a antivarlo. También le llamaban para arreglar los fusibles de la luz si a alguien se le fundían; la luz era algo novedoso pues la gente aún estaba acostumbrada al candil. Y se le daba bien poner inyecciones, eso era muy apreciado por todos pues no había practicante y el médico vivía en otro pueblo.
Él era muy inteligente, sociable, audaz, ocurrente, un poco irónico, generoso y muy independiente; algunos dicen que era muy juerguista, yo diría que era de carácter alegre o al menos intentaba dar esa imagen, aunque a veces, tenía días malos con su pierna, pero lo disimulaba. Era muy popular, no he conocido a nadie con más amigos. Gente que se llegaban hasta el pueblo incluso con mal tiempo, sólo por charlar un rato o pedirle consejos, o jugar una partida de cartas como hacían Eulogio, Lauro y Timo, los chicos de la Venta Pichiricha (donde hoy está el hotel Enrimary)
Jenaro, en invierno, llevaba una gorra con orejeras vueltas hacia arriba y los rizos de su pelo rubio le asomaban por debajo. Tenía una mirada clara y serena que daba confianza y su nariz aguileña le otorgaba aspecto de caballero importante; desde luego, él no se sentía para nada desdichado. A mi me parecía que Jenaro era nuestro segundo Quijote de Sanabria, sólo que él no llevaba un caballo ni una lanza, tampoco un yelmo: él se apoyaba en una alcayata y sus batallas eran con la vida que le tocaba vivir, y lo hacía con tal valentía que era un ejemplo para todos nosotros. Nunca se le conocieron amores con Dulcineas, pero, por su habilidad ganándose la vida, bien hubiera podido tener una familia, aunque alguna moza soltera dijera que un hombre lisiado no era un buen partido para una labradora. Su vida amorosa, si la tuvo, no se conoció, pero le gustaba tener calendarios que le alegraran la vista.
Los niños de los vecinos mas cercanos a su casa, y casi todos los jóvenes, pasaban muchas horas en su taller de costura, sobre todo cuando su madre le acompañaba sobrehilando las costuras o haciendo los ojales a las prendas que tenía que entregar al día siguiente. Sus bromas y sus chistes eran inagotables. Un día de bromas, Jenaro nos dijo que sabía como huele un muerto y, cuando le porfiamos con que eso no era cierto, se puso a frotarse una mano con la palma de la otra y al rato nos la dio a oler: aquella peste es de lo peor que yo he olido en mi vida. A partir de entonces, todos los críos anduvimos con esa tontería. Él tenia unas manos muy expresivas, recuerdo dos de sus dedos totalmente amarillos del humo del cigarro y dos uñas muy largas, el pulgar y el meñique de la mano derecha, de las que se ayudaba para los dobleces de la tela.
En verano venían a visitarle su familia de San Sebastián y entonces presumía de sobrinos, tenía una familia ejemplar y estupenda. Su hermana Victorina, cuando pasaba a saludarnos, le decía a nuestra madre que tenia unas hijas muy guapas; yo pensaba que eso se lo decía a todo el mundo, porque solo con tocarnos la cara ¿cómo podía ella saber si éramos guapas?. Yo no me veía guapa, pero tal vez ella se refería a otra belleza que nosotros no sabemos ver. Lo que sí era cierto es que ella llevaba a sus hijos y marido siempre perfectos y eso si que me causaba admiración.
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El camino hacia La Puebla |
Cuando Jenaro dejaba la aguja, bajaba a la cocina de mis padres a jugar la partida. Para entonces ya nos habíamos mudado al barrio de arriba, a la casa que habían hecho nuestros padres y la cuadrilla de obreros - ¡por fin teníamos nuestra casa!. A veces me hacían jugar con ellos para completar el grupo. Él me enseñó a dar las señas que había que dar con disimulo y, a cambio, me ayudaba con los deberes, él sabía mas de lo que ponía en la enciclopedia y eso me ayudaba a estar de las primeras de la fila al tomarnos la lección - espero que mi admirada maestra Ana, que leerá esto, no me baje la nota ahora. Sobre todo me ayudó aquel invierno en el que un día, haciendo la comida temprano para ir todo el día con el "ganao" para el monte, me quemé en una pierna con la manteca caliente. Se me volcó la sartén y el chorro cayo sobre mi pierna izquierda, por encima de la rodilla, ya que estaba sentada delante de la cocina de hierro para ahuyentar el frío. Grité tanto que me oyeron desde el pueblo de al lado. La quemadura fue muy profunda porque llevaba unos leotardos de lana que conservaron el calor y cuando al momento mi madre, que no se encontraba bien, bajó a ayudarme, la piel a borbotones salia por entre los dibujos de la lana. Al intentar quitármelos la piel salió pegada a ellos y mi herida creó una corteza que después no se curaba. Todo el día lloré y lloré y solo el hielo de la charca que mis hermanas traían a cada rato me aliviaba el dolor. Al otro día vino el médico y mandó que me curaran con unos apósitos impregnados con una crema; pero pasaron dos meses y no había mejoría, y yo empecé a tener fiebre. Un día mi madre desinfectó unas tijeras y por un borde tiró de aquella corteza y salió todo en un trozo con un olor pestilente. Después de lavar bien aquel hoyo infecto dijo que se me veía el hueso y que ojalá que no estuviera perjudicado. Los tres meses que duró ese calvario mi vida fue muy limitada, a duras penas podía ir a la escuela a la pata coja y el mínimo roce con el pupitre me hacía ver las estrellas; mis hermanas tenían que hacer todas mis tareas. Yo le decía a Jenaro que me diera consejos sobre cómo vive un cojo, pues yo también lo seria. Él me animaba y decía que no me preocupara, que me quedaría una señal para toda la vida y que eso sólo seria un mal recuerdo. A pesar del miedo que sentía, quise creerle porque ya había en mi familia una coja, mi tía Antonia, y mi abuelo José había muerto por una herida en una pierna construyendo la casa que no pudo terminar.
No podía ser tanta mala suerte, me gustaba mucho la música y ya no podría bailar - Jenaro nunca bailaba -, tampoco podría correr ni subirme a los árboles, ni tantas cosas que quería hacer. ¿Qué mierda de vida iba a tener?. Ahora sí que mi padre pensaría que yo era algo inútil que no serviría ni para piedra del tope del carro. Ese invierno Jenaro me ayudó mucho con los estudios y empezó a bromear con la forma de mi quemadura, “se parece al mapa de África” - decía, incluso veía lagos y ríos en sus formas, y así, poco a poco, yo también fui advirtiendo el parecido de mi herida con el continente africano – y a día de hoy todavía lo sigo viendo, pero entonces era difícil imaginarse el Kilimanjaro en ese agujero. Durante mucho tiempo pedía a mi madre que me hiciera los vestidos más largos para ocultarla, pero Jenaro me ayudó a comprender que las cicatrices nos hacen mas fuertes, porque si vivimos para verlas es que hemos vencido.
Cuando Jenaro contaba historias te quedabas embobada escuchando, daba igual que hablara de los viajes de Marco Polo o de las aventuras de Emilio Salgari, dejabas volar la imaginación y te transportaba a lugares lejanos. Pero él decía que como la tierra de uno no hay nada; claro está que para saber eso le hizo falta irse lejos. Él siempre te decía cosas para que tuvieras confianza en el potencial que cada uno llevamos dentro: esto no se dice, esto no se hace, esto es lo correcto. ¡¡El era como un maestro!!. Nunca se cansaba de contestar cualquier pregunta, ¡El lo sabía todo! Yo, lamento no haber guardado alguno de los dibujos y caricaturas que hacía en el cartón o cuartilla donde apuntaban los juegos de la partida, tenia una gran habilidad dibujando con números, ponía un 6 y un 4 debajo y decía, la cara de un retrato, y hacía unos trazos y te dibujaba a Luky Luke, o a él mismo con su gorra de orejeras y el cigarro en la comisura de los labios. ¡¡ Era genial!!. Yo siempre pensé que Jenaro dejó dibujos y escritos de sus noches de insomnio. Ojalá fuera cierto.
A veces, durante la partidas de cartas en casa de mis padres, la cocina parecía una lata de sardinas; en torno a la mesa camilla jugaban seis u ocho a la brisca o al tute y después estaban los que miraban y mi madre, en un rincón haciendo punto o cosiendo, y llegábamos nosotras, con frio de la calle después de guardar las ovejas o cualquier otra tarea, y no nos podíamos ni acercar a la lumbre. A veces entre ellos surgían conversaciones de mayores, y solía ser Jenaro quién hacía notar a los demás que había "ropa tendida", refiriéndose a los pequeños que andábamos por allí, porque la conversación podía tomar derroteros un poco pícaros para oídos de niños. Entonces decía: vamos a cambiar el agua a los garbanzos y salían todos de la cocina a la calle y nosotras aprovechábamos para acercarnos a la lumbre un momentito. Nunca he olvidado el olor de aquella cocina, una mezcla de humo de tabaco, de leña en el hogar, brasero y castañas asadas; pero sobre todo el olor de las personas: entre semana olían a hierba seca si venían del pajar, pero los domingos olían a camisas planchadas, cada mujer cuidaba de que su marido fuera mas aparente y entre ellos se picaban; jopé compadre hoy vamos de fiesta, hoy se te fue la mano con la colonia.... Cuando terminaba la partida, unos y otros se marchaban a casa y mi madre ponía la cena en la mesa y le decía a Jenaro si quería cenar con nosotros, pero él se quedaba sentado en su rinconcito bebiendo tranquilamente otro botellín o un cuartillo de vino, hablando con mi padre de las cosas que les preocupaban. Jenaro disfrutaba de la vida que tenía, siempre me pareció que, a su modo, era feliz. Mas ¿Cómo puede una niña juzgar eso? Yo lo veía en su semblante y, quisiera no haberme equivocado.
El tiempo pasó muy deprisa, los meses corrían tanto como yo al hacer los recados de mi madre, muchas veces la engañaba cuando, enfrascada en la costura, no se daba cuenta de que al repetirme que fuera por paja al medero o por berzas al huerto, yo ya había ido y vuelto sin que ella se diera cuenta. Las estaciones se sucedían, apenas acababa el invierno y ya llegaban las golondrinas a sus nidos de los aleros de los tejados o las vigas de las cuadras, criaban y volvían a partir y así llegó el tiempo de mi partida.
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La Carretera |
No pude despedirme de Jenaro. Al cumplir los catorce años, mis padres me enviaron a Madrid a trabajar y ya no le vi más tal y como lo guardo en mi recuerdo. Porque el siguiente año volví de vacaciones pocos días, a los dos años regresé enferma con anemia y todo aquello de las partidas de cartas y el baile de los domingos se había terminado y perdimos ese trato tan cercano. Cuando me recuperé me volvieron a mandar a Madrid y después mis padres también se fueron.
Su madre murió el 13 de Febrero 1975 en Triufé. Cuando él enfermó lo llevaron al Clínico de Zamora y le operaron, pero no pudieron hacer nada, el cáncer que padecía estaba muy avanzado. Se recuperó un poco y regresó al pueblo por poco tiempo, después le llevaron al hospital de Toro y allí murió el 2 de Mayo de 1977. Esa maldita enfermedad llamada cáncer se lo llevó. Por poco llegó a estar junto a él, en sus últimos momentos, su hermana monja Julia, destinada por su congregación en Puerto Rico: en esas fechas hubo un huracán en la isla y estuvo a punto de no poder venir. Jenaro ya no regresó a su pueblo, a nuestro pueblo, para descansar cerca de los vecinos que le trataron y disfrutaron de su compañía.
Julia murió en 2002, en la casa de su hermana en San Sebastián. De los tres ya sólo queda Victorina, con sus hijos Lourdes, José Mari y Javier; ella, en su mundo sin imágenes, ha sabido ser la luz que ha guiado a la familia. Siguen visitando la casa en Triufé, muy bien conservada, y el espíritu de Jenaro está sin duda en ella.
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El Horno de Jenaro |
Siempre le recordé con cariño y admiración, pues era buena persona - el pueblo ya no era lo mismo sin él. Yo no he sabido hasta este verano, (agosto de 2013), por boca de su sobrino Javier (que es muy parecido físicamente a él), que el padre murió a consecuencia del accidente en la construcción de la escuela; nadie me contó eso, es como si nadie quisiera recordarlo. Yo estaba orgullosa de esa escuela que habían hecho nuestros abuelos en días de concejo, pero este accidente dejó a unos niños sin padre y condenados a un hospicio. Pienso que alguien con autoridad tenia que haber protegido a esa familia, pero en los años 30 poca o ninguna ayuda se daban a los pobres. Pero, ¿Y después? Algo se tenia que haber hecho, (es de justicia). No puedo comprender de donde sacaba Jenaro ese buen humor y alegría que siempre tenía.
A veces, cuando camino por nuestra calle, pienso que vienes por la curva de la poza y que me voy a encontrar con tus ojos claros y tu amplia sonrisa, y me preguntas ¿Cómo te va? Y yo te digo: ya lo ves, peino canas pero conservo las dos piernas, a veces he vivido peligrosamente y he tenido días de furia; pero eso sólo era como un relámpago, enseguida volvía a mi la paciencia, la perseverancia y la constancia que aprendí de ti. - Pero no jugaste a la lotería, exclamas . Y ¿Para que? - te contesto. La mejor lotería fue nacer en esta tierra y haberte conocido. Ya sé que te dije que cuando me tocara la lotería pondría en marcha mis proyectos en Triufé, pero en la distancia perdí las energías. Y quiero pedirte perdón por todas las veces que perdiste a las cartas jugando conmigo y te tocó pagar las consumiciones de los compañeros de juego. Me diriges una sonrisa y te vas silbando El puente sobre el rio Kwai apoyado en tu alcayata. Te llamo, ¡¡¡Jenaro!!! - tú me contestas, ¿Qué?... No, nada. Que siempre me acordé de ti. Gracias, Jenaro, por ese tiempo que compartimos, aunque algunas veces me llamaras "ropa tendida": yo ya sé que a la ropa tendida hay que tratarla con mimo, esmero y delicadeza.
Adiós, Jenaro.
La niña que no debió ser- VII de
Inés Camaro Sánchez.
N.A. - Uno no muere cuando la vida le abandona, muere cuando los demás dejan de recordarle. Mi agradecimiento a las personas que me han ayudado a la recopilación de datos: Delfina Sotillo, Antonia y Marcelino Ramos, José Prada, José Rodríguez, Remedios Rodríguez, Conchi Rodríguez, Javier Pérez Rodríguez y sobre todo a Victorina Rodríguez Losada.