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5 mar 2014

Aniversario: Cinco años hablando de Sanabria y Carballeda en la Red


Siempre hay una historia detrás de una vieja fotografía. Ésta, por ejemplo. Debió ser tomada, más o menos, por los años de mi nacimiento, en un pueblo cualquiera de Sanabria. El hombre que mira el reloj, tal vez asombrado de lo rápido que pasa el tiempo, fue soldado en el Monte Gurugú, conductor de tranvía en Madrid, aparcero en un cortijo sevillano, cortador de caña en Cuba, jinete en la Pampa, carrilano en Las Portillas... y un montón de oficios más que se me escapan. Salía del pueblo, ganaba cuatro duros y regresaba otra vez con una familia cada vez más grande, hasta que la necesidad vaciase de nuevo la lata del dinero. Fue un sanabrés recto: de aquellos para los que su bien más preciado era la palabra y una mano firme.

La mujer del pañuelo negro sacó adelante a siete hijos. Vio como alguno se quedó en el camino. Siempre con rapaces colgados de las faldas se encargó de mantener el fuego de la casa encendido. También, cuando su marido estaba lejos, de todo el resto de la hacienda. No sé cómo lo harían: a base de sacrificio y trabajo duro, supongo, y con la ayuda imprescindible de familia y amigos. Como una tribu. Quienes la recuerdan hablan sobre todo de su bondad, de su ternura para con los niños. Ella no lo sabía, pero cuando se tomó esta foto le quedaba muy poco tiempo de vida.

La chica con el vestido de flores es la hija pequeña. Todos sus hermanos han emigrado ya y pronto será su turno. Llegará a la ciudad y trabajará junto a sanabreses, junto a ellos se divertirá y junto a otro sanabrés formará su propia familia. Tampoco le faltarán sacrificios y trabajo en la vida: verá partir a sus mayores, tendrá que cuidar del fuego y luchará con uñas y dientes por sacar sus hijos adelante. Y quizás cuando lo haya conseguido, cuando vea a sus polluelos volar con seguridad, ella pueda volver al pueblo donde están sus raíces – y que nunca abandonó del todo.

Hoy hace cinco años que nació este blog. Desde el principio intenté hacer de él una instantánea móvil de estas comarcas; pero también, como la foto de arriba, una imagen que honre su pasado, muestre su presente y aporte un pequeño grano de arena para escribir su futuro, por incierto que apunte.

Hoy este medio de comunicación que llamamos blogs está en franco retroceso. Tanto que a veces uno se pregunta si merece la pena seguir en el empeño. La respuesta, ahora, hoy, tendrá que ver con sentimientos – quizás semejantes a los que, contra viento y marea, te llevan a seguir apostando por esta tierra - más que con la razón.

¿Continuaremos, pues?

Gracias a todos por estar ahí.



22 feb 2014

Jenaro, el hombre que nunca caminaba solo - por Inés Camaro

De nuevo contamos con la presencia en el blog de Inés Camaro, rememorando en esta ocasión la figura de Jenaro Rodríguez, que fue sastre en Triufé y en Puebla a mediados del siglo pasado. Advierto que la entrada ha quedado un poco larga para lo que son los estándares habituales: también les digo que, una vez que se hayan metido en la historia, es posible que se queden con ganas de más.


Oh, quisiera tanto que tú te acordaras/ de los días felices en que éramos amigos/ en aquel tiempo la vida era más bella/ y el sol más ardiente que hoy/ las hojas muertas se recogen a paladas/ tú ves, yo no he olvidado…/ las hojas muertas se recogen a paladas/ los recuerdos y los pesares también/ y el viento del norte los traslada/ hacia la noche fría del olvido/ tú ves, yo no he olvidado/ la canción que tú me cantabas. (Las Hojas Muertas, Prévert - Cosma)          
El otoño siempre me causa melancolía, añoranza por aquel tiempo de la infancia cuando vivíamos la vida sin complicaciones, los días transcurrían rápidos sin darte tiempo para aburrirte y siempre aprendiendo de nuestros mayores, ellos siempre tan atareados con el trabajo que nunca faltaba. Todas las estaciones eran ajetreadas, sólo allá en el invierno, cuando los días son mas cortos, ellos se tomaban su tiempo para jugar a las cartas durante unas horas.

Cuando al caminar sentía bajo mis pies el sonido de hojas secas, siempre pensaba en Jenaro. Cuando cada otoño el aire juntaba las hojas de los castaños en la varjonca de la Villara y las recogíamos con la carreta con engarillas y un cancillo delante y otro atrás y las llevábamos a la cuadra para que los cerdos tuvieran buen colchón y de paso se comieran las castañas que quedaran de los últimos días, entonces también pensaba en Jenaro. También cuando sobre mis hombros llevaba del medero el feige más grande de paja que mis fuerzas me permitían, caminaba sobre las hojas del camino de la Villara pegado a su casa y a veces, si él estaba en el corral y oía el ruido de las hojas, se asomaba y me hablaba. Él sabía que yo no quería encontrarme con Sofía y me avisaba si estaba en la puerta de su casa o no; pues ella siempre me decía que mi hermana llevaba los feiges más grandes que yo. “¡¡Claro!!, ella es mayor” - le decía yo, pero además me entretenía con la conversación y para entonces yo ya iba justa de fuerzas y tenia que dejarla con la palabra en la boca, y yo sabía que eso era de mala educación. Un día Jenaro me dijo que lo que le pasaba a Sofía era que no tenia hijas que le hicieran los recados como mi madre. En mi ánimo empezó a crecer las ganas de decirle: “Sofía, cásate y verás que bueno es tener quien te haga los recados”. Pero nunca se lo dije. Años mas tarde Sofía se casó con un buen hombre de Santa Cruz de Abranes que la ayudaba, y además tuvo un taxi con él que paseó a los sanabreses por toda la comarca - a las fiestas de los pueblos, al Puente, al Lago, a la estación... Sofía tuvo una hija, pero para entonces mi vida fue apartada de nuestro pueblo. Yo nunca dejé de relacionar las hojas del otoño con Jenaro. Tampoco olvidé nunca sus sabios consejos para enfrentarme a la vida.

Jenaro era esa persona entrañable y especial del que todos querían ser amigos, un sanabrés querido y respetado por todos los que tuvimos la fortuna de conocerle. Un ejemplo de superación para todos nosotros.

La Casa de Jenaro en La Villara
Los primeros años de nuestra vida nos limitamos a ser observadores de los mayores y, después, surge de pronto a quién nos queremos parecer o cómo nos gustaría ser. Pocas veces se logran esos deseos porque cada uno es lo que le toca vivir y sus circunstancias, y eso es irrepetible en cada persona. Según pasaba el tiempo, la niña que no debió ser admiraba a Jenaro, él no era tan serio como los padres ni tan serio como nuestras maestras, con él se podía hablar sin miedo a que se riera de tu ignorancia, o se mofara si llevabas las rodillas rotas o el vestido, que era casi siempre. Él tenía un año más que mamá y su madre y la familia de mamá eran parientes, pero yo no supe, hasta escribir sobre él, que éramos familia, más que de otros. Él te ayudaba a comprender lo que no entendías de los libros y nunca perdía la paciencia. Y yo siempre tuve claro que nuestra vida hubiera sido mucho mas pobre sin la presencia de Jenaro, porque él llenó nuestras vidas de interés por todo lo que sucedía mas allá de las montañas que rodeaban nuestra comarca; porque él era quién mas sabía y siempre estaba conectado con la radio. Pero, a la vez, nos hacía ver lo bueno que había en nuestra tierra y lo afortunados que éramos de estar allí y no en otro lugar.

Jenaro nunca caminaba solo, siempre iba rodeado de pequeños y grandes cuando recorría las calles, camino a la taberna o a la iglesia o a cualquier lugar que fuera. Todos querían ir a su paso y lo más cerca posible para no perderse una coma de lo que dijera - alguna voz siempre pedía: “Cuéntanos algo, Jenaro

La Escuela

Jenaro era hijo de José Rodríguez Prada y Avelina Losada Ramos, vecinos del pueblo de Triufé de Sanabria. Avelina tuvo ocho hijos de los cuales solo vivieron tres: Julia (1924), Victorina (1925) y Jenaro (1928). En aquellos tiempos, la media de hijos en un matrimonio era de ocho o diez, que se murieran tres o cuatro también era normal. Morían muchos niños, de meningitis o por unas simples anginas. Las mujeres se ayudaban unas a otras en esos trances de la maternidad y la madre naturaleza hacía el resto. Jenaro a los dos años sufrió de poliomielitis y, a causa de esto, una de sus piernas quedó prácticamente inutilizada - en el pié llevaba un zapato con un suplemento de algunos centímetros. Para moverse precisaba de una alcayata de madera en la que se apoyaba. Él tenía un carácter afable y nunca se quejaba de su situación, decía que no sirve de nada pasarse la vida lamiéndose las heridas y que había que tirar "p´alante". Su padre, José Rodríguez trabajó a comienzos del siglo XX en las minas de Rio Tinto, y cuando se construyó la escuela de Triufé sufrió un accidente, allá por 1931 -1933: le cayó una viga encima y a consecuencia de ello al poco tiempo murió. La situación para la familia fue tan mala que Avelina mandó a Victorina con un familiar a vivir en Chaguaceda, pero al poco tiempo la niña se escapó y regresó a casa - ella me confiesa que tenía necesidad de madre. Avelina no encontraba cómo salir de esa situación tan difícil y en 1935 tuvo que recurrir a llevarlos al hospicio de Zamora. Ella buscó trabajo en un pueblo cercano en Tierra de Campos, pero Victorina sólo aguantó allí unos meses. A Jenaro nunca le oí hablar del hospicio, salvo un comentario sobre una noche de lluvia y un patio muy frío. Sea como fuere, aprovechó muy bien el tiempo y allí aprendió el oficio de sastre. Cuando regresó a Sanabria, después de dejar el hospicio, puso una sastrería en Puebla, a medias con un primo de Robleda, en una casa de Mato.


Cuando yo conocí a Jenaro ya no tenia la sastrería en Puebla; seguía cosiendo, pero desde la casa de su madre en Triufé. Era un hombre soltero que vivía con su madre (la señora Avelina) en la casa de ésta. Jenaro tenía dos hermanas ausentes del pueblo:Victorina, casada con Pío, ambos ciegos, vivían en San Sebastián – Victorina, trabajando en Madrid, sufrió un golpe en la cabeza que poco a poco la fue dejando ciega, hasta aprendió braille esperando una posible ceguera. Julia era monja y enfermera, estaba en un convento.

Aún después de los años transcurridos me emociona hablar de Jenaro. Mis primeros recuerdos de él son de cuando yo era muy pequeña y vivíamos en la casa de las aventuras, en el barrio de Las Llamas. Él segaba otoño (hierba verde) para el burro con la guadaña, debajo de los manzanos en el Prado del Sancho, detrás de nuestra casa, y silbaba una canción entonces desconocida para mí: El puente sobre el rio Kwai. Yo le veía desde el balcón y me escondía cuando él miraba hasta que cogí confianza. Me sorprendía su habilidad para segar estando cojo y ademas hacia las güeras al prado con la azada y le rastrillaba las hojas secas en otoño, cuando caían después de coger las manzanas. 

Yo entonces era una rapaciña traviesa que caminaba subida por las paredes de los huertos, como las cabras, decía nuestra vecina Rufina – una mujer soltera que vivía cerca de nuestra casa con María Antonia y José, sus hermanos también solteros. Pero es que a ella no le gustaban las niñas traviesas, aunque fueran un poco tímidas como yo, y menos si silbaban como los chicos y echaban carreras en burra y a pelo. Eso no podía ser...

La Casa de las Aventuras

Desde el tejado de aquella casa veíamos a Jenaro cuando pasaba camino de la Puebla, al trote en su burro con las alforjas llenas de paquetes. Le gritábamos: ¿A dónde vas, Jenaro?. A la Villa, contestaba. Él vivía en el barrio de arriba y sabíamos que tenía una sastrería y una radio que escuchaban todos los vecinos, la tenía siempre puesta allí en su galería soleada y las mujeres que lavaban la ropa en el lavadero de la fuente seguían la programación y, a veces, a él se le oía cantar. En 1954,  cuando nació el primer hijo de Victorina, se fue con su madre a San Sebastián y allí estuvo haciendo ropa de trabajo y gabardinas para una tienda llamada "Pluviax". Pero Jenaro sintió pronto la llamada de Sanabria y los dos regresaron al pueblo.

Él tenía muchos clientes en Puebla y en Ungilde, hoy tal vez hubiera sido un sastre de renombre como los que presentan sus colecciones en Cibeles fashion week- Papá estaba muy guapo cuando se ponía las chaquetas que le hacía Jenaro. Bueno, papá era mas guapo que John Wayne y no era tan desgarbado. Cuando Jenaro regresaba de Ungilde, al llegar al bar Buenos Aires los amigos le decían que si mojaban la venta; Jenaro les decía que si y mientras ellos entraban a pedir la consumición, él picaba espuelas a su burro y salía a toda pastilla bajando la Peña el Letrero. Sabía que si se paraba cogería un pedal y sería día perdido, y faena siempre había. Pero que nadie vaya a pensar que Jenaro era tacaño.


Por la carretera, sin luz, Jenaro corría un gran peligro, pues el tráfico de camiones era constante, eso causaba gran preocupación a su madre. En la curva del Puente del Hospital mas de una vez las pasó canutas, pero su burro siempre le traía a casa; si no era erguido, era terciado como un saco. Recuerdo que alguna vez le preguntamos ¿Cómo haces  cuando te cruzas en el puente con dos camiones a la vez?. Él decía que no era cosa suya: el burro decidía, tal vez hasta se subía por las piedras del pretil. Cuando algún domingo en Puebla se prolongaba la velada, Jenaro por la mañana ya se iba directamente al Mercado del Puente a comprar telas, hilos y botones en el comercio de su tío Antonio Rodríguez, para los encargos de la semana, y de paso haber si surgía mas trabajo. Para subirse al burro lo aproximaba a una escalera para hacerlo más fácil; pero si no había escalera, Jenaro se subía trepando por el pescuezo del burro y después se daba la vuelta.


En aquel tiempo de mi niñez, creo que Jenaro era la persona mas intelectual que había en el pueblo: había estudiado en el hospicio y después siguió practicando la lectura. Me han dicho que el Decamerón y algunos ejemplares de Kung Fú formaban parte de sus lecturas,  y sobre todo escuchaba la radio, todo el día y parte de la noche, en su taller de costura. Él encontraba en su radio emisoras que contaban las noticias con otro enfoque. Cuando se reunían para jugar la partida de cartas discutían sobre lo ocurrido en la guerra de Vietnam. Él decía que las guerras sólo beneficiaban a los que hacían negocio con ellas y que siempre habría una guerra en cualquier parte del mundo aunque no hubiera motivos, porque si no los había, se inventaban. Esto a mi me asustaba pues era muy pequeña, y pasó un tiempo en que me daba miedo cruzar un camino por un campo de centeno por si venían a quemarlo con napalm como ocurría en Vietnam. Pero después de los años transcurridos y visto lo visto he podido comprobar que Jenaro tenia razón.

El Taller de Jenaro

Además de la costura, también ayudaba a su madre con el cuidado de los prados que daban hierba para el burro y cuidando de los huertos y cortinas que les proporcionaban alimentos. El centeno para la era y la hierba para el pajar se la traían familiares que les ayudaban, pues ellos no tenían carro ni vacas. Le recuerdo subido en la banqueta metiendo los manojos de centeno en la majadora, esta tarea la hacia siempre el dueño del centeno, pues se pagaba por tiempo de alquiler de la máquina y, salvo que se lo pidiera a otro, siempre el interesado hacía esa tarea.

También un día se puso a hacer un pozo en una parte del corral, pero encontró piedra cuando llevaba cuatro metros y hubo de pedir ayuda para terminarlo. Sus sobrinos, los hijos de Victorina la de San Sebastián, le ayudaron y le pusieron un motor a 125, como era entonces la potencia de la luz en nuestro pueblo, y Felipe y Pacote le ayudaron a antivarlo. También le llamaban para arreglar los fusibles de la luz si a alguien se le fundían; la luz era algo novedoso pues la gente aún estaba acostumbrada al candil. Y se le daba bien poner inyecciones, eso era muy apreciado por todos pues no había practicante y el médico vivía en otro pueblo.

Él era muy inteligente, sociable, audaz, ocurrente, un poco irónico, generoso y muy independiente; algunos dicen que era muy juerguista, yo diría que era de carácter alegre o al menos intentaba dar esa imagen, aunque a veces, tenía días malos con su pierna, pero lo disimulaba. Era muy popular, no he conocido a nadie con más amigos. Gente que se llegaban hasta el pueblo incluso con mal tiempo, sólo por charlar un rato o pedirle consejos, o jugar una partida de cartas como hacían Eulogio, Lauro y Timo, los chicos de la Venta Pichiricha (donde hoy está el hotel Enrimary)


Jenaro, en invierno, llevaba una gorra con orejeras vueltas hacia arriba y los rizos de su pelo rubio le asomaban por debajo. Tenía una mirada clara y serena que daba confianza y su nariz aguileña le otorgaba aspecto de caballero importante; desde luego, él no se sentía para nada desdichado. A mi me parecía que Jenaro era nuestro segundo Quijote de Sanabria, sólo que él no llevaba un caballo ni una lanza, tampoco un yelmo: él se apoyaba en una alcayata y sus batallas eran con la vida que le tocaba vivir, y lo hacía con tal valentía que era un ejemplo para todos nosotros. Nunca se le conocieron amores con Dulcineas, pero, por su habilidad ganándose la vida, bien hubiera podido tener una familia, aunque alguna moza soltera dijera que un hombre lisiado no era un buen partido para una labradora. Su vida amorosa, si la tuvo, no se conoció, pero le gustaba tener calendarios que le alegraran la vista.

Los niños de los vecinos mas cercanos a su casa, y casi todos los jóvenes, pasaban muchas horas en su taller de costura, sobre todo cuando su madre le acompañaba sobrehilando las costuras o haciendo los ojales a las prendas que tenía que entregar al día siguiente. Sus bromas y sus chistes eran inagotables. Un día de bromas, Jenaro nos dijo que sabía como huele un muerto y, cuando le porfiamos con que eso no era cierto, se puso a frotarse una mano con la palma de la otra y al rato nos la dio a oler:  aquella peste es de lo peor que yo he olido en mi vida. A partir de entonces, todos los críos anduvimos con esa tontería. Él tenia unas manos muy expresivas, recuerdo dos de sus dedos totalmente amarillos del humo del cigarro y dos uñas muy largas, el pulgar y el meñique de la mano derecha, de las que se ayudaba para los dobleces de la tela.

En verano venían a visitarle su familia de San Sebastián y entonces presumía de sobrinos, tenía una familia ejemplar y estupenda. Su hermana Victorina, cuando pasaba a saludarnos, le decía a nuestra madre que tenia unas hijas muy guapas; yo pensaba que eso se lo decía a todo el mundo, porque solo con tocarnos la cara ¿cómo podía ella saber si éramos guapas?. Yo no me veía guapa, pero tal vez ella se refería a otra belleza que nosotros no sabemos ver. Lo que sí era cierto es que ella llevaba a sus hijos y marido siempre perfectos y eso si que me causaba admiración.

El camino hacia La Puebla

Cuando Jenaro dejaba la aguja, bajaba a la cocina de mis padres a jugar la partida. Para entonces ya nos habíamos mudado al barrio de arriba, a la casa que habían hecho nuestros padres y la cuadrilla de obreros - ¡por fin teníamos nuestra casa!. A veces me hacían jugar con ellos para completar el grupo. Él me enseñó a dar las señas que había que dar con disimulo y, a cambio, me ayudaba con los deberes, él sabía mas de lo que ponía en la enciclopedia y eso me ayudaba a estar de las primeras de la fila al tomarnos la lección - espero que mi admirada maestra Ana, que leerá esto, no me baje la nota ahora. Sobre todo me ayudó aquel invierno en el que un día, haciendo la comida temprano para ir todo el día con el "ganao" para el monte, me quemé en una pierna con la manteca caliente. Se me volcó la sartén y el chorro cayo sobre mi pierna izquierda, por encima de la rodilla, ya que estaba sentada delante de la cocina de hierro para ahuyentar el frío. Grité tanto que me oyeron desde el pueblo de al lado. La quemadura fue muy profunda porque llevaba unos leotardos de lana que conservaron el calor y cuando al momento mi madre, que no se encontraba bien, bajó a ayudarme, la piel a borbotones salia por entre los dibujos de la lana. Al intentar quitármelos la piel salió pegada a ellos y mi herida creó una corteza que después no se curaba. Todo el día lloré y lloré y solo el hielo de la charca que mis hermanas traían a cada rato me aliviaba el dolor. Al otro día vino el médico y mandó que me curaran con unos apósitos impregnados con una crema; pero pasaron dos meses y no había mejoría, y yo empecé a tener fiebre. Un día mi madre desinfectó unas tijeras y por un borde tiró de aquella corteza y salió todo en un trozo con un olor pestilente. Después de lavar bien aquel hoyo infecto dijo que se me veía el hueso y que ojalá que no estuviera perjudicado. Los tres meses que duró ese calvario mi vida fue muy limitada, a duras penas podía ir a la escuela a la pata coja y el mínimo roce con el pupitre me hacía ver las estrellas; mis hermanas tenían que hacer todas mis tareas. Yo le decía a Jenaro que me diera consejos sobre cómo vive un cojo, pues yo también lo seria. Él me animaba y decía que no me preocupara, que me quedaría una señal para toda la vida y que eso sólo seria un mal recuerdo. A pesar del miedo que sentía, quise creerle porque ya había en mi familia una coja, mi tía Antonia, y mi abuelo José había muerto por una herida en una pierna construyendo la casa que no pudo terminar.

No podía ser tanta mala suerte, me gustaba mucho la música y ya no podría bailar - Jenaro nunca bailaba -, tampoco podría correr ni subirme a los árboles, ni tantas cosas que quería hacer. ¿Qué mierda de vida iba a tener?. Ahora sí que mi padre pensaría que yo era algo inútil que no serviría ni para piedra del tope del carro. Ese invierno Jenaro me ayudó mucho con los estudios y empezó a bromear con la forma de mi quemadura, “se parece al mapa de África” - decía, incluso veía lagos y ríos en sus formas, y así, poco a poco, yo también fui advirtiendo el parecido de mi herida con el continente africano – y a día de hoy todavía lo sigo viendo, pero entonces era difícil imaginarse el Kilimanjaro en ese agujero. Durante mucho tiempo pedía a mi madre que me hiciera los vestidos más largos para ocultarla, pero Jenaro me ayudó a comprender que las cicatrices nos hacen mas fuertes, porque si vivimos para verlas es que hemos vencido.


Cuando Jenaro contaba historias te quedabas embobada escuchando, daba igual que hablara de los viajes de Marco Polo o de las aventuras de Emilio Salgari, dejabas volar la imaginación y te transportaba a lugares lejanos. Pero él decía que como la tierra de uno no hay nada; claro está que para saber eso le hizo falta irse lejos. Él siempre te decía cosas para que tuvieras confianza en el potencial que cada uno llevamos dentro: esto no se dice, esto no se hace, esto es lo correcto. ¡¡El era como un maestro!!. Nunca se cansaba de contestar cualquier pregunta, ¡El lo sabía todo! Yo, lamento no haber guardado alguno de los dibujos y caricaturas que hacía en el cartón o cuartilla donde apuntaban los juegos de la partida, tenia una gran habilidad dibujando con números, ponía un 6 y un 4 debajo y decía, la cara de un retrato, y hacía unos trazos y te dibujaba a Luky Luke, o a él mismo con su gorra de orejeras y el cigarro en la comisura de los labios.  ¡¡ Era genial!!. Yo siempre pensé que Jenaro dejó dibujos y escritos de sus noches de  insomnio. Ojalá fuera cierto.

A veces, durante la partidas de cartas en casa de mis padres, la cocina parecía una lata de sardinas; en torno a la mesa camilla jugaban seis u ocho a la brisca o al tute y después estaban los que miraban y mi madre, en un rincón haciendo punto o cosiendo, y llegábamos nosotras, con frio de la calle después de guardar las ovejas o cualquier otra tarea, y no nos podíamos ni acercar a la lumbre. A veces entre ellos surgían conversaciones de mayores, y solía ser Jenaro quién hacía notar a los demás que había "ropa tendida", refiriéndose a los pequeños que andábamos por allí, porque la conversación podía tomar derroteros un poco pícaros para oídos de niños. Entonces decía: vamos a cambiar el agua a los garbanzos y salían todos de la cocina a la calle y nosotras aprovechábamos para acercarnos a la lumbre un momentito. Nunca he olvidado el olor de aquella cocina, una mezcla de humo de tabaco, de leña en el hogar, brasero y castañas asadas; pero sobre todo el olor de las personas: entre semana olían a hierba seca si venían del pajar, pero los domingos olían a camisas planchadas, cada mujer cuidaba de que su marido fuera mas aparente y entre ellos se picaban; jopé compadre hoy vamos de fiesta, hoy se te fue la mano con la colonia.... Cuando terminaba la partida, unos y otros se marchaban a casa y mi madre ponía la cena en la mesa y le decía a Jenaro si quería cenar con nosotros, pero él se quedaba sentado en su rinconcito bebiendo tranquilamente otro botellín o un cuartillo de vino, hablando con mi padre de las cosas que les preocupaban. Jenaro disfrutaba de la vida que tenía, siempre me pareció que, a su modo, era feliz. Mas ¿Cómo puede una niña juzgar eso? Yo lo veía en su semblante y, quisiera no haberme equivocado.

El tiempo pasó muy deprisa, los meses corrían tanto como yo al hacer los recados de mi madre, muchas veces la engañaba cuando, enfrascada en la costura, no se daba cuenta de que al repetirme que fuera por paja al medero o por berzas al huerto, yo ya había ido y vuelto sin que ella se diera cuenta. Las estaciones se sucedían, apenas acababa el invierno y ya llegaban las golondrinas a sus nidos de los aleros de los tejados o las vigas de las cuadras, criaban y volvían a partir y así llegó el tiempo de mi partida.

La Carretera

No pude despedirme de Jenaro. Al cumplir los catorce años, mis padres me enviaron a Madrid a trabajar y ya no le vi más tal y como lo guardo en mi recuerdo. Porque el siguiente año volví de vacaciones pocos días, a los dos años regresé enferma con anemia y todo aquello de las partidas de cartas y el baile de los domingos se había terminado y perdimos ese trato tan cercano. Cuando me recuperé me volvieron a mandar a Madrid y después mis padres también se fueron.

Su madre murió el 13 de Febrero 1975 en Triufé. Cuando él enfermó lo llevaron al Clínico de Zamora y le operaron, pero no pudieron hacer nada, el cáncer que padecía estaba muy avanzado. Se recuperó un poco y regresó al pueblo por poco tiempo, después le llevaron al hospital de Toro y allí murió el 2 de Mayo de 1977. Esa maldita enfermedad llamada cáncer se lo llevó. Por poco llegó a estar junto a él, en sus últimos momentos, su hermana monja Julia, destinada por su congregación en Puerto Rico: en esas fechas hubo un huracán en la isla y estuvo a punto de no poder venir. Jenaro ya no regresó a su pueblo, a nuestro pueblo, para descansar cerca de los vecinos que le trataron y disfrutaron de su compañía.
Julia murió en 2002, en la casa de su hermana en San Sebastián. De los tres ya sólo queda Victorina, con sus hijos Lourdes, José Mari y Javier; ella, en su mundo sin imágenes, ha sabido ser la luz que ha guiado a la familia. Siguen visitando la casa en Triufé, muy bien conservada, y el espíritu de Jenaro está sin duda en ella.

El Horno de Jenaro

Siempre le recordé con cariño y admiración, pues era buena persona - el pueblo ya no era lo mismo sin él. Yo no he sabido hasta este verano, (agosto de 2013), por boca de su sobrino Javier (que es muy parecido físicamente a él), que el padre murió a consecuencia del accidente en la construcción de la escuela; nadie me contó eso, es como si nadie quisiera recordarlo. Yo estaba orgullosa de esa escuela que habían hecho nuestros abuelos en días de concejo, pero este accidente dejó a unos niños sin padre y condenados a un hospicio. Pienso que alguien con autoridad tenia que haber protegido a esa familia, pero en los años 30 poca o ninguna ayuda se daban a los pobres. Pero, ¿Y después? Algo se tenia que haber hecho, (es de justicia). No puedo comprender de donde sacaba Jenaro ese buen humor y alegría que siempre tenía.

A veces, cuando camino por nuestra calle, pienso que vienes por la curva de la poza y que me voy a encontrar con tus ojos claros y tu amplia sonrisa, y me preguntas  ¿Cómo te va? Y yo te digo: ya lo ves, peino canas pero conservo las dos piernas, a veces he vivido peligrosamente y he tenido días de furia; pero eso sólo era como un relámpago, enseguida volvía a mi la paciencia, la perseverancia y la constancia que aprendí de ti. - Pero no jugaste a la lotería, exclamas . Y ¿Para que? - te contesto. La mejor lotería fue nacer en esta tierra y haberte conocido. Ya sé que te dije que cuando me tocara la lotería pondría en marcha mis proyectos en Triufé, pero en la distancia perdí las energías. Y quiero pedirte perdón por todas las veces que perdiste a las cartas jugando conmigo y te tocó pagar las consumiciones de los compañeros de juego. Me diriges una sonrisa y te vas silbando El puente sobre el rio Kwai apoyado en tu alcayata. Te llamo, ¡¡¡Jenaro!!! - tú me contestas, ¿Qué?... No, nada. Que siempre me acordé de ti. Gracias, Jenaro, por ese tiempo que compartimos, aunque algunas veces me llamaras "ropa tendida": yo ya sé que a la ropa tendida hay que tratarla con mimo, esmero y delicadeza. 

Adiós, Jenaro.

La niña que no debió ser- VII  de Inés Camaro Sánchez.

N.A. - Uno no muere cuando la vida le abandona, muere cuando los demás dejan de recordarle. Mi agradecimiento a las personas que me han ayudado a la recopilación de datos: Delfina Sotillo, Antonia y Marcelino Ramos, José Prada, José Rodríguez, Remedios Rodríguez, Conchi Rodríguez, Javier Pérez Rodríguez y sobre todo a Victorina Rodríguez Losada.


10 dic 2013

El Pozo del Prado del Boticario, por Inés Camaro

Nuestra común amiga - y ya colaboradora habitual - Inés Camaro ha continuado su investigación sobre la familia de D. Manuel Carbajo. Les dejo directamente con la historia:


    Quizás no eran más que unos matasiete de tres al cuarto, de esos a los que sólo el vino les da valor suficiente para acometer sus fechorías. Dicen que estuvieron en la Venta de Manzanal, jugando a las cartas y haciendo correr el jarro hasta que se les acabó el dinero y el dueño los puso en la calle con cajas destempladas. Caía ya la noche. En la Villacastín Vigo intentaron atracar a unos caminantes, pero el botín que reunieron fue tan escaso que sólo sirvió para azuzar sus ínfulas de valentones.

    Al poco de seguir la carretera divisaron a su derecha una casa de buen porte en medio de un prado, algo alejada del barrio más cercano. Pensaron que aquel sí sería un golpe fácil – y provechoso. Se fueron por ella.

    Y antes de cruzar la cerca, desde la ventana más alta una voz imponente les dio el alto y sonaron cuatro disparos. Una mujer pidió auxilio desde la parte trasera. Enseguida se encendieron luces en el barrio cercano. Alguien tocó la campana de la iglesia. Un grupo de vecinos, unos a medio vestir y otros sólo en camisa, se echaron a la calle con tornaderas y fachones ardiendo. Dicen que los matasiete no pararon de correr hasta más allá de Las Portillas.


    El hombre que desde la ventana realizó los disparos al aire era el teniente de la guardia civil D. Manuel Carbajo; la casa en medio del prado, la que él construyó para vivir en Triufé junto a su familia. Esa noche comprendió que podía contar con sus vecinos para lo que necesitase de ellos. Corría el primer tercio del S.XX.

    Como ya he contado, Don Manuel fue destinado a Cuba poco antes de la pérdida de ésta y estuvo preso. A su regreso conoció a Maria Oterino Sotillo, vecina de Triufé, y en 1900 se casó con ella en la iglesia de San Lázaro, en Zamora. El 13 de Diciembre de 1903 nació su primera hija, Lucía, que apenas dos años después murió de anginas, en el puesto Martínez de Avila, cercano a la Sierra de Gredos. El 10 de Enero de 1906 nació su hija Rosario en Tábara (Zamora) y el 6 de Mayo de 1908, también en Tábara, el primer varón: Manuel Alfonso, uno de los protagonistas de nuestra historia.

    Pero todavía la familia tuvo que pasar por otra dolorosa pérdida: el 30 de Enero de 1909, en la casa cuartel de Manganeses de la Lampreana, falleció su esposa María. D. Manuel quedó viudo con una niña de 3 años y un niño de 8 meses. Difícil situación. Maria Cruz Oterino, la hermana pequeña de la fallecida, se trasladó junto a ellos para ocuparse de los niños. Y no tardó en surgir algo más, porque el 9 de Septiembre de 1909,  la nueva pareja contrae matrimonio en la misma Iglesia de Manganeses.


    Maria Cruz le dió su primera hija, Victorina, el 11 de Marzo de 1911, y el 10 de Agosto de 1913 nació Luís, el otro protagonista de esta historia. La familia estaba destinada entonces en Villardeciervos.

    María era Triufé, María era Sanabria, y creo que fue ella quién pidió el regreso a Triufé; pero el pueblo tenía que sufrir una transformación para que poder convertirse en el ideal, en el sueño de alguien, y D. Manuel emprendió con ganas el cambio que ya he contado en otra entrada.

    La casa se empezó a construir en los primeros años 20, pues a su llegada residieron antes en otra, propiedad de la familia de María, que resultaba muy pequeña para los cuatro hijos y el matrimonio. El lugar elegido fue el Prado del Boticario, con una situación magnífica pese a quedar un poco apartado.


    Desde el primer momento, los hijos varones se habían incorporado a la escuela de Triufé, que entonces era sólo para hombres. Las niñas debieron esperar hasta que entró en funcionamiento la nueva escuela mixta. Como tantos otros padres, la ilusión de D. Manuel era dar a los chicos estudios superiores, enviarlos a alguna academia militar para que siguieran sus pasos o alcanzaran mayor graduación; pero al cumplir los catorce años, Manuel, el hijo, se negó a seguir estudiando. El padre pensó que la forma de hacerle cambiar de idea era enseñarle lo que es un trabajo duro, y lo mandó a picar piedra en la cantera que les surtía para la casa. No contento con ello, también le colocó de aprendiz de carpintero en Paramio – probablemente con el maestro al que encargaron las puertas y ventanas. Entre tanto, Luís también terminó la escuela y tampoco quiso continuar los estudios, con lo que igualmente se incorporó a la obra.

    Cuando se acabó la construcción de la casa, D. Manuel preguntó a sus hijos si habían cambiado de parecer, pero ellos seguían en sus trece: de estudiar, nada de nada. Entonces D. Manuel subió la apuesta: tenían que construir un pozo.

    La nueva casa tenía mucho terreno donde hacerlo, era una gran finca llena de buenos árboles: nogales, manzanos, ciruelos, perales... todos ellos con buena sombra. Pero D. Manuel decidió que no habría de hacerse allí, si no en otra finca, a unos ciento cincuenta metros de la casa, donde no había sombras y, si algún día sacaban agua, tendrían que pedir permisos para llevar el agua hasta la casa. Y allí comenzaron Manuel y Luís a picar con pico y pala, que en aquellos tiempos era el modo de realizar ese trabajo. Cuando fueran profundizando algunos metros y ya no pudiesen tirar fuera la tierra con la pala, pondrían unos palos como soporte para colgar una roldana y con un cubo y una soga sacarían la tierra poco a poco. Con sólo un metro hubieran podido plantarse y decir a su padre que estaban dispuestos a complacerle aceptando su propuesta de ir a la academia, pero no fue así y siguieron picando. Las chicas les traerían agua de alguna fuente con el botijo para calmar la sed. Además de tierra, encontrarían piedra y tendrían que poner algún barreno para traspasarla.


    Mas de ocho metros tiene el pozo: no parece mucho, pero, para hacerlo con esos medios, es una barbaridad. Imagino sus manos llenas de llagas por el roce de los mangos de las herramientas y el roce de la soga al subir la tierra con el cubo, todo su cuerpo dolorido por el esfuerzo. Y, tal vez, un poco de amargura en el alma. Seguro que cuando sonaban los cohetes y las campanas repicaban por la fiesta de algún pueblo, a ellos no les quedarían fuerzas para ir y caerían rendidos al terminar el día. Y si alguna vez se acercaron un rato al baile de cualquier pueblo, seguro que por la mañana a la hora señalada tendrían que estar en el pozo picando, pues conociendo a D. Manuel seguro que les diría: “El que vale para ir de fiesta, también vale para trabajar” También tendrían que ayudar en las tareas de la siembra, la siega y la maja de la cosecha, que en aquellos tiempos aún se hacía a manal, y la siega de la hierba de los prados y la recogida de la fruta y las patatas y, como no, la matanza del cerdo. Los trabajos habituales cada temporada. La construcción del pozo les llevó mucho tiempo; pero, si no se rindieron en el primer metro, después ya era cuestión de amor propio.

    Por fin salió suficiente agua al encontrar una vía y se decidió no continuar más, entonces volvieron a la cantera a extraer piedra para antivar el pozo. Esa tarea la hicieron los profesionales de la construcción. Para cuando remataron el pozo los chicos ya habían comprendido que la vida que les esperaba en el pueblo era muy dura. Para entonces las niñas Rosario y Vitorina habían terminado en la escuela. D.Manuel no había previsto para ellas estudios superiores, porque tampoco podía permitirse pagar la carrera a los cuatro. Pero Dª Maria dijo que, si era necesario, vendería todas sus propiedades para que ellas tuvieran las mismas oportunidades.

    Y las niñas se fueron a estudiar. Rosario estudió farmacia y ejerció su profesión en el pueblo cercano de Mombuey. Victorina estudió Magisterio. En Febrero de 1928, Manuel partió para el Establecimiento industrial de Ingenieros de Guadalajara y en noviembre del mismo año Luis ingresó en el colegio de Guardias Jóvenes.

    Con el tiempo, Luis y Manuel alcanzaron cargos de alta responsabilidad en Vigo y Coruña, uno en la Policía y otro en las Aduanas Portuarias, ambos con el grado de capitán. Eran como su padre: rectos, honestos, inamovibles en lo que consideraban de justicia. Se dice que en muchas ocasiones trataron de sobornarlos para que hicieran la vista gorda ante la llegada de algún cargamento del que algo no se quería declarar; pero, por muy abultado que fuera el sobre, ellos les contestaban que si pensaban llevar a cabo semejante acción, pusieran cuidado de que ellos no los vieran, porque de ser así iban "p´alante". Supongo que esta actitud suya les haría crearse enemigos, pero eso no hizo variar ni un ápice su integridad moral.

    D.Manuel murió en Diciembre de 1937. Ese día llegaron a Triufé gentes de muchos lugares y se preguntaban entre ellos qué sería lo que había llevado a algunos hombres de mundo a terminar sus años en Sanabria. ¿Quién sabe? Tal vez el amor, tal vez esta tierra,  que te atrapa ¡¡Quizás!!


    Victorina murió joven. Su hija Carmina y dos gemelos más, acompañados por una nodriza, pasaron un tiempo en el pueblo, pero los gemelos también fallecieron y la incompatibilidad de caracteres entre abuela y nieta obligó a la niña a regresar con su padre. Dª. María murió en 1962, también en diciembre, a los 72 años de edad - su marido le llevaba 17 años. Dª. María vivió en esa casa veinticinco años sola. Algunas mujeres del pueblo me han contado como, cuando eran jovencitas, alguna noche iban a dormir a la casa para que ella no estuviera sola. Su hija Rosario, farmacéutica en el pueblo de Mombuey, alguna vez se la llevó con su familia, pero a Dª Maria no le gustaba estar en una casa con "servicio"... Decía que allí mandaban todos menos su hija y que eso no iba con ella. ¡¡Tenía bastante carácter!! Yo creo que el vivir sola se lo acentuó más.


    Cuando era niña, mi madre me mandaba a llevarle alimentos de nuestra pequeña tienda, y tengo bonitos recuerdos de mi estancia en aquella cocina al amor de la lumbre, cuando Dª María me mostraba una estampa del Buen Pastor que sacaba de debajo de la toquilla, al lado del corazón, y me decía: "Mira que guapa es mi Carminica", esto ya era en sus últimos años. Me gustaba el olor a manzanas y harina que había en la casa, y ella siempre nos daba caramelos - Si la encontraba en cama mamá bajaba a asearla. Mamá nos dijo que siempre que pasáramos por su puerta le preguntásemos cómo estaba, creo que todos nos preocupábamos por ella. También estaba un hombre llamado Manuel "el portugués", que por encargo de sus hijos le segaba la hierba de los prados y le hacía algunos trabajos. Fue Manuel el que un día se la encontró muerta. 


    Yo era pequeña y no entendía porqué D. Manuel había obligado a sus hijos a hacer esos trabajos tan duros. En aquel tiempo, los maestros y padres decían que “la letra con sangre entra”, pero D. Manuel utilizó este método para convencerlos -" El trabajo duro" - Entonces la autoridad de los padres era incuestionable, y a ningún hijo se le ocurría pensar en irse de casa. Con el tiempo yo he comprendido que, cuando somos jóvenes, solemos pensar que ya lo sabemos todo, y no es así: a esa edad la firmeza de los padres es necesaria, pues ellos por su experiencia saben que pasamos toda la vida aprendiendo y aún así muy poco es lo que aprendemos. Discrepo si a veces los medios que se utilizan para convencer son justos. Lo que Manuel y Luís hicieron se convirtió en un reto para todos los que somos de Triufé, pues siempre que nos asignaban una tarea difícil de realizar, alguien venía a decirte: "Si tuvieras que hacer un pozo como los hijos del teniente, sabrías lo que es trabajar". Esto nos llevó a estar siempre intentando superar ese reto. Por eso yo digo que ese fue el pozo que todos hicimos de una manera u otra. Y el pozo sólo fue un medio para un fin. Allí se forjó el carácter de aquellos jóvenes, de los que su padre llegó a sentirse orgulloso.

   
    Algunas veces, cuando miro la casa y el pozo, pienso lo que supuso de esfuerzo y sacrificio para ellos; no sé si no será por eso que volvieron poco por el pueblo. O tal vez es que cuando echas raíces en otro lugar es difícil volver.

    Al morir Dª Maria la casa se la quedó Luís, acordando una cantidad a compensar con sus hermanos. La reparó un poco y a ella venia con sus hijos en los veranos. Un calendario de 1985 que pude ver en una visita reciente me hace pensar que ese fue el último año que vinieron.


    Cuando era niña soñaba con encontrar una lámpara maravillosa a la que le pediría un único deseo: que aquella casa volviera a tener vida, niños corriendo por el prado, algunas ovejas con sus corderillos diseminadas aquí y allá, las gallinas escarbando bajo los nogales y la cabra saltando por las paredes, las cuerdas llenas de ropa secándose al sol y el humo saliendo por la chimenea. Esa era la casa de los sueños de Manuel y Maria y, de algún modo, de los míos - pero es que yo soy una soñadora, y en la vida hay dos clases de personas: unos son los que crean sueños y otros cuentan dinero persiguiendo sus sueños.

La niña que no debió ser III - de Inés Camaro Sánchez.

P.D. Mi agradecimiento a Víctor López, Julián, Juno, Delfina Sotillo Sotillo, Marcelino, Antonia y Áurea Ramos Losada. Y, sobre todo, a Manuel Ramón Carbajo, Emilio Jose, Maria Cristina y Ana Marta, sin cuya ayuda este relato no habría sido posible.




      
         
         

29 oct 2013

Un asunto de amor


Ésta que ustedes ven es la iglesia parroquial de Puebla de Sanabria, Nuestra Señora del Azogue. Sus orígenes se remontan al siglo XII: imaginen la cantidad de ceremonias que han cobijado sus antiguas piedras. Hoy, entre tantas, centraremos nuestra atención en una boda de mediados del S.XIX.


En lo alto de la torre las campanas repican en honor del nuevo matrimonio. Los invitados, gente de copete, se ven entremezclados con los paisanos de la Villa y sus alrededores, que abarrotan la plaza en espera de la granada que ha de ofrecer el padrino. Por fin, bajo los soportales de la iglesia, hacen su aparición los novios, ya marido y mujer ante los ojos de Dios y de los hombres. Ella es una niña de apenas quince años cumplidos, vestida de un blanco tan inmaculado como la palidez que pinta sus mejillas; él, un gallardo oficial que la dobla en edad, parece sentirse perdido ante los vítores de la multitud.


Pero ¡Hola! ¿Qué alboroto es éste? Por el extremo contrario de la plaza, venido de la calle que sube desde la puerta vieja, un carruaje sin señas se abre paso a punta de látigo entre las protestas del gentío. Ha llegado ante los recién casados, se abre una de las puertas y ¡la novia salta dentro! Los caballos inician una carrera suicida por la Costanilla abajo. El padrino, también militar, desenfunda su sable de gala y corre tras los raptores, pero a los pocos metros su avanzada edad le hace rodar sobre los adoquines. Todo ha sucedido en un suspiro y los asistentes se preguntan unos a otros, incapaces de reaccionar. El marido ha contemplado la escena en absoluta inmovilidad: como si supiese de una catástrofe anunciada y, aún así, no pudiera plantarle cara.



Ésta de la fotografía es, hoy, la Posada Real La Pascasia; en las fechas que nos ocupan era una casa de hospedaje en la que estableció su residencia un joven y ambicioso ingeniero riojano, destinado desde poco tiempo atrás en la Jefatura de Obras Públicas de Zamora y con el encargo de dirigir las obras de la carretera Villacastín-Vigo. Aquí en Puebla se enamoró a primera vista – y fue correspondido – de la señorita Ángela Vidal Herrero; mas Pedro, el padre, un militar carlistón muy chapado a la antigua, no aprobó esos amores y preparó a toda prisa el matrimonio de Ángela con uno de sus subordinados, Nicolás Abad, hombre acostumbrado a cumplir órdenes sin rechistar. Ni la hija ni el ingeniero, que además tenía aspiraciones de revolucionario, podían permitir semejante componenda y entre los dos organizaron el espectacular rapto.

Ángela Vidal (Hemeroteca La Opinión)

En 1854 la pareja se trasladó a Madrid. El revolucionario había sido elegido diputado en las Cortes Constituyentes y ése fue el inicio de una carrera política que le acabó llevando, nada menos, a la presidencia del Consejo de Ministros. Cuentan las lenguas viperinas que una de sus primeras medidas como gobernante fue ordenar los destinos más lejanos – e incómodos – para Pedro Vidal y Nicolás Abad, pues la venganza es un plato que se debe comer frío.


Nuestra pareja de raptores ya nunca se separó: incluso en 1885, un mes después de la muerte de Nicolás, pudieron contraer matrimonio cuando ambos rondaban los 60 años. Ángela falleció en 1897. Él, aquel ingeniero reconvertido en una de las más importantes figuras políticas del S.XIX, envejecido y enfermo terminó sus días la noche de Reyes de 1903. Se llamaba – algunos entre ustedes ya lo habrán adivinado -  Práxedes Mateo Sagasta.

Sagasta, caricatura de la época

La historia me la transmitió un viejo sanabrés de la emigración, orgulloso de sus raíces. Pero tiene un problema: en su mayor parte no es cierta. Sagasta se la contó a su biógrafo Natalio Rivas, localizando la boda en la iglesia de Santiago del Burgo, en Zamora capital, y el momento del rapto en pleno banquete nupcial. Tampoco era cierto

Investigadores actuales como Miguel Ángel Mateos o Alberto José Llamas han logrado plasmar un retrato fidedigno de esta inusual relación. Nicolás Abad y Ángela Vidal se casaron en la capilla castrense del Batallón provincial de Salamanca el 4 de marzo de 1844 – cuatro años antes de la llegada de Sagasta a Zamora. Sí es cierto que la novia tenía quince años y que fue una boda organizada a toda prisa; posiblemente por un desliz prematrimonial... o la mera sospecha del mismo. Esta precipitación impidió a Nicolás solicitar el preceptivo permiso y fue castigado con destinos lejanos. El matrimonio no llegó a convivir y, según el testamento de Ángela, tampoco a consumarse. Pero la Iglesia nunca decretó su anulación y así se han hallado documentos notariales en los que ella requiere a su marido oficial competencias para administrar sus bienes privativos.

Santiago del Burgo

Pedro Vidal, el carlistón del cuento, era en realidad un acaudalado criollo que había decidido regresar a la tierra de sus antepasados. Simpatizante del Círculo Progresista de la capital, también hizo sus pinitos en política y ocupó el cargo de Teniente de Alcalde bajo el mandato de Ramón Luelmo. Sí es verídico el rechazo a la relación de nuestros protagonistas, pero no por motivos ideológicos sino morales: él siempre consideró válido el matrimonio con Nicolás y su ruptura un escándalo social. Murió antes de la elección de Sagasta como diputado. Durante su vida política, éste escogió a varios miembros de la familia Vidal para puestos de responsabilidad.

Y después del cúmulo de medias verdades y mitos desmantelados ¿Por qué traer la historia a un blog como Desde Sanabria? Pues, aparte de la especial vinculación de Sagasta con toda la provincia zamorana, uno de sus viveros de votos y donde quizás aprendió a desarrollar la técnica de, ejem, las negociaciones pre electorales; del tiempo que realmente pasó en Sanabria y Carballeda tanto en el estudio de los diferentes proyectos como en la dirección de la Villacastín-Vigo; de que, y esto parece contrastado, la antigua Pascasia mantuvo hasta su cierre una habitación conocida como “la del ministro”, la que fue su favorita para alojarse; aparte, decíamos, la culpa de esta entrada la tiene un niño nacido en la Puebla el 28 de marzo de 1851. Su madre fue, naturalmente, Ángela Vidal y dio a luz en una casa propiedad de la familia. El niño recibió el bautismo dos días después en Santo Tirso, la iglesia parroquial de Cervantes, y su padrino fue un vecino de dicha aldea: José Prada.


La pila bautismal continúa a la derecha del altar de San Tirso

Una vez pasado el riesgo de una muerte prematura, Sagasta lo reconoció como su primogénito mediante escritura notarial:
 “[...] que a consecuencia del trato y las relaciones amorosas que ha mantenido con una señorita que no cree oportuno decir su nombre y apellido, tuvo un niño […] y con el objeto de que en todos los tiempos sea tenido por hijo suyo y no se le perjudique en sus derechos […] otorga que el referido niño, llamado José, es hijo suyo, lo reconoce y lo declara como tal”.
Sagasta y su hijo José (Hemeroteca La Opinión)

Fuentes: "Sagasta y Zamora", Alberto José Llamas IEZ Florián de Ocampo, 2009
"Por el amor de un liberal", Marisol López La Opinión de Zamora

22 oct 2013

El hombre que inmortalizó la antigua Sanabria


Lo siento. Me equivoqué: Fritz Krüger no era como yo lo retrataba en las anteriores entradas que le dediqué - no del todo. No era ese indianajones romántico que llegó a San Ciprián en el invierno de 1921, tras cruzar él solito la Sierra de la Cabrera en pos del Santo Grial de la lengua astur-leonesa. La realidad me ha estropeado una bonita historia. Y, sin embargo, esto no le resta ni un grado a la importancia de su trabajo: este filólogo alemán - recordemos que gracias a los fondos aportados por fruteros y tenderos compatriotas suyos, en un momento muy duro para su país - logró capturar la Cultura Tradicional Sanabresa en el momento justo que iniciaba su disolución en un mundo más homogéneo, más moderno y mejor comunicado.


Frit Krüger había visitado España por primera vez en 1912, como colaborador de un proyecto organizado por Menéndez Pidal y el Centro de Estudios Históricos. Entonces recorrió el norte de Cáceres y el sur de la provincia zamorana, centrando sus investigaciones en aspectos puramente lingüísticos. Otro colaborador del Centro, Tomás Navarro, dentro del mismo proyecto se había ocupado, ya en 1910, al menos de Rihonor y San Ciprián. Se puede pensar que los trabajos de Navarro, quizás también los relatos de las primeras excursiones turístico geográficas que retrataban una comarca aislada y detenida en el tiempo, fueran el detonante del interés del alemán.

Cuaderno de Campo de Krüger

Sea como fuera, Krüger llegó a Sanabria entre finales de octubre y principios de noviembre de 1921 - se cumplen ahora noventa y dos años ¿nos acordaremos de conmemorar el centenario?. No andando, eso seguro: es fácil pensar que lo hiciese, como otros viajeros de la época, bien en coche de línea, bien en automóvil, desde Benavente o Zamora capital. A partir de ahí la cronología es incierta y sólo puede ser deducida a través de menciones sueltas y del orden de anotación en los cuadernos de campo que se han conservado. Es casi seguro que inició su recorrido en Ribadelago y San Martín de Castañeda; el 20 de noviembre estuvo en Coso, el 27 en el Mercado del Puente, el 1 de diciembre en Puebla, el 3 en Lubián - posiblemente pasó casi todo el mes en As Portelas, la Sanabria gallega - el 28 en Pedralba... y así hasta el 18 de febrero, donde la foto de portada lo sitúa en O Cebreiro, pues también recorrió los Ancares en busca de las conexiones dialectales.

El maestro de Pedrazales certifica los trabajos de Krüger

En los nueve años que separan sus mencionados trabajos sobre el terreno, Krüger evolucionó del enfoque únicamente filológico hasta adoptar la teoría "Palabras y Cosas", que intentaba vincular el lenguaje con los objetos, los conceptos utilizados en cada territorio. Esto hace que sus investigaciones en Sanabria tengan un interés que sobrepasa el ámbito del especialista y constituyen la fotografía de una cultura de la que hoy sólo perviven huellas.


Fritz Krüger encontró en nuestra comarca un paraíso para el lingüista:
"Refiriéndonos al lenguaje podemos decir que los viejos y las viejas, las mujeres de mediana edad y los niños usan hoy con toda regularidad el dialecto antiguo (...), que personas del pueblo (como, verbigracia, el maestro y su hijo), que dominan perfectamente el castellano, hablan al mismo tiempo con perfección a la antigua, y que hasta los hombres que han recorrido el mundo, hablando entre si no deshechan formas y sonidos del dialecto local ni pueden eliminarlos absolutamente hablando con un forastero (...) En tal pueblo, el dialectólogo no tiene, pues, dificultades para recoger sus materiales (...) Así es que pude servirme en San Ciprián en gran parte de los informes que me proporcionó el joven maestro D. Abelardo Sastre y Sastre, medio que habría y he rechazado rigurosamente en pueblos con estructura dialectóloga diferente"

Un trimestre de cuestionarios, encuestas y entrevistas personales le surtieron de material para varios artículos y estudios especializados; y, sobre todo, tres obras fundamentales: "Vocablos y Cosas de Sanabria" (1923), "La Cultura Popular en Sanabria" (1925) y "El léxico rural del Noroeste Ibérico" (1927) A día de hoy siguen siendo imprescindibles (y difíciles de encontrar) para todo aquel que aspire a conocer el pasado de esta tierra, comprender su presente y, tal vez, atisbar su futuro.


PD. Los datos de esta entrada han sido extractados del fantástico, excesivo, exhaustivo y monumental tomacoAtlas Lingüístico de la Sanabria Interior y de La Carballeda-La Requejada”, editado por el IEZ “Florián de Ocampo” y la Diputación de Zamora. Si están interesados en su compra, les recomiendo consultarlo antes en una biblioteca pública: yo lo hice en la muy meritoria Municipal de Puebla, dentro del propio castillo.


PD2. No he conseguido localizar al autor de las fotos de mediados de los años 50. [ ACTUALIZACIÓN: Es LUÍS CORTÉS] El tipismo de estas imágenes puede hacer pensar que la comarca había cambiado poco en las tres décadas que las separan de las anteriores; pero en realidad el salto había sido enorme. Luís Cortés Vázquez, que en estas fechas publicó "El dialecto galaico-portugués hablado en Lubián" (1954), ya se vio obligado a seleccionar con sumo cuidado a sus informantes, principalmente gente de edad avanzada, y recurrió al propio Krüger, establecido en la Universidad de Mendoza desde 1948, para aclarar sus dudas.

18 sept 2013

Leandro Rodríguez, de Sanabria


Leandro Rodríguez, nacido en Trefacio en 1934, es uno de los mayores expertos mundiales en la obra de Miguel de Cervantes Saavedra - también de los más controvertidos. Ha tenido, y tiene, una vida intensa y productiva, llena de asombrosas aventuras por Sanabria, Portugal, España y el resto de Europa, en las que cruzó su camino con los personajes más variopintos: de esos que salen en los libros de Historia y también de los que nunca lo harán. Pero... se niega a escribir sus memorias: dice que no son cosas de contar en público. No seré yo quien traicione su confianza.


Este verano he tenido la ocasión de dialogar a menudo con él y con su esposa Josette: pocas veces me he encontrado con personas de tanta capacidad, entusiasmo e ilusión. Conversaciones de esas que hacen salir lo mejor de ti mismo; porque ellos te escuchan y te hacen pensar, replantearte tus obviedades sin imponer otras nuevas. Y siempre manteniendo un clima de camaradería y buen humor, de ganas de hacer cosas y de hacerlas bien. Pero ¡ojo!: el que vaya a enfrentarse a Leandro - y nunca faltará quién, dada la heterodoxia de algunas de sus posiciones - debe llevar bien estudiados y fundamentados sus argumentos, porque es posible que él ya los haya repensado unas cuantas veces. Leandro puede ser un rival muy duro: es un curtido litigante; animado, además, por un espíritu travieso - esa retranca tan de la tierra. Le salva su empatía, la capacidad de ponerse en el lugar del otro, y su firme convicción negociadora.


Él dice que, como catedrático, su misión no es amontonar discípulos, sino forjar maestros. Yo guardo como un tesoro los ratos que hemos compartido.



"Comprendí que el léxico se aprendía siguiendo los caminos, las costumbres, la historia y geografía por donde el héroe hace su caminería o andadura. Volví a leer comentarios eruditos, constaté que algunos no encajaban con el significado que el autor había querido ofrecer y pedí a lectores y a lectoras me informaran qué palabras y expresiones les parecían de difícil comprensión. Con las dificultades en las manos recordé el dicho de Cervantes, "la lengua sobre quien tiene poder el vulgo y el uso". Debía conocer el vulgo y el uso de los lugares donde se desarrolla el libro y tomando en una mano la callata de mi padre, por caminos sin camino, andurriales, sierras, poblados... de Sanabria, preguntaba y escuchaba el significado que personas escogidas por su notoria herencia cultural sanabresa y no habían aprendido el castellano en las aulas, daban a palabras y expresiones. Con elocuente delicadeza sanabreses y sanabresas desgranaban respuestas, recuerdos y memoria. Con una cesta de palabras acudí al pueblo, aldea, Cervantes. Los habitantes, sin excepción, me abrieron sus cocinas y saber. Mi maestro, el agustino Manuel Ramos y otras personas me condujeron a casa de la señora Emilia, amiga de mi madre, y desde sus 98 hasta los 104 años, con cariño, paciencia y sabiduría me orientaba [...]
El Palomar de Cervantes

[...] - Ese señor Don Quijote se parece a tío David.
- ¿Cómo?
- Ambos tenían ama, sobrina y un palomar, ayudaban a los necesitados, eran hijos del rico del lugar, se oponían a los orgullosos, practicaban Consejos de Crianza, vivían en una casa con puerta falsa que da al corral... Tío decía expresiones como las de ese señor Don Quijote.
- ¿Había leído el Don Quijote de la Mancha? - le pregunté.
- Nunca le oí hablar de él - me respondió [...]

[...]En Cervantes hablé sobre el lenguaje con Baldomero Llamas, limpia fuente de la que confío beber. Dialogué con Pura, ejemplo de tesón e iniciativa solidaria, nacida y criada en Santiago de la Requejada, donde había sido pastora. Me informó que desde que cobra la pensión de ancianidad ha comenzado a estudiar la gramática y a leer el Don Quijote de la Mancha.
- Tengo que decirte -  me dijo - que el Don Quijote sólo lo podía escribir un sanabrés."

Leandro Rodríguez - Léxico en el Don Quijote de la Mancha y Cervantes de Sanabria (Editorial Semuret, 2004)
Parte en ruínas de la llamada Casa del Escritor en Cervantes. Está en venta: ¿alguien se anima a restaurarla?

La intención de esta entrada no era hablar del Quijote Sanabrés - ya lo hemos hecho y seguro que volveremos sobre el tema - sino de Leandro; pero como creo que se generará alguna discusión permítanme que les presente un pequeño documento:

En el Capítulo IV de la Segunda Parte, el Caballero le pide al bachiller Sansón Carrasco que "le hiciese la merced de componerle unos versos que tratasen de la despedida que pensaba hacer de su señora Dulcinea del Toboso, y que advirtiese que en el principio de cada verso había de poner una letra de su nombre, de manera que al fin de los versos, juntando las primeras letras, se leyese: Dulcinea del Toboso". Carrasco respondió que lo haría, aunque comenta la dificultad de encajar las iniciales en las métricas castellanas, por lo que "procuraría embeber una letra lo mejor que pudiese". La Primera Parte del Libro, Capítulo LII, finaliza con unos sonetos y epitafios en versos castellanos, escritos por Los Académicos de Argamasilla, que dan noticia de "la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mismo Don Quijote". Hermenegildo Fuentes, autor que comparte con Leandro la teoría del Quijote Sanabrés, descubrió en ellos el siguiente acróstico:

Imagen montada a partir del facsimil de la edición de 1605, disponible en la Biblioteca Nacional

EL ES EN SANABRYA

¿Interpretación forzada o la penúltima travesura (descubierta) de Miguel de Cervantes Saavedra?

Pd. Creo que ya he compartido este enlace alguna vez, pero si quieren ver en acción a Leandro, Pura, Horacio y otros ilustres sanabreses pueden hacerlo en Cuadernos de Paso: