La niebla matutina aún se enroscaba en los cuérragos del camino que sube desde los Infiernos cuando en llegando a Robledo se vio por primera vez a aquel petimetre. Vestía a la última moda de cortes lejanas, andaba como quien danza y portaba en su mano alzada una muy decorada flauta de urz. Con gracioso gesto golpeó su anillo contra una de las trancadas puertas de la aldea.
-¿Alguien vive?
A la moza que a atenderle salió preguntole por la distancia hasta el castillo y si el edecán estaría allí, todo con encantadores modales que encandilaron a la muchacha. Después barrió el suelo con la pluma de su sombrero y continuó camino hacia la Puebla.
Durante algunas semanas también se vio por el Camino real una inusitada actividad de mensajeros al galope, mi señor, y no mucho después pregoneros del castillo recorrieron los pueblos de la comarca uno por uno: por orden del muy querido -y lejano- Señor Conde, el edecán convocaba en extraordinario concejo a todos sus vasallos para tratar el doloroso asunto de los lobos. La cita se fijaba para el lunes de mercado inmediatamente anterior a la fiesta de San José.
Imaginaos, mi príncipe, la explanada del mercado junto a la ermita en el día señalado. Es una mañana de esas en las que la primavera se asoma para ver con cuánta ansia se la espera. Y se encuentra con poco comercio, pero mucha gente: pastores, labradores que tratan de dejar atrás su gesto adusto ante la alegría de reunirse con viejos conocidos, mujeres sonriendo bajo negros pañuelos, zagales que corretean de un lado a otro presas de una excitación que no del todo comprenden. Hay pulpeiras removiendo sus cacharros de lustroso cobre, un gaitero que solicita monedas a cambio de notas chillonas como las ruedas de un carro al bajar de la sierra; un ciego narra truculentos romances mientras su lázaro pasa el cestillo, mozuelas de juventud olvidada guiñan el ojo a hombres solitarios y también, por supuesto, algún pícaro busca su pan en las bolsas de los demás. Es, en fin, la mejor feria que se ha visto en mucho tiempo.
De repente suenan las trompetas y una tropa de piqueros avanza hacia la palestra levantada junto al Rebollo, allí donde ondea el estandarte del Conde. Con paso digno y pausado, aún diría majestuoso, se sientan a la mesa allí colocada el edecán del castillo, el abad de San Martín, el prior de la Orden de Lanseros y también el caballerete de la flauta de urz de sutil adorno. El edecán toma la palabra, hablando por boca del Conde, cuando todos los corrillos se reúnen en respetuoso silencio al pie de la tarima. Y cuenta al público cómo había llegado a la comarca aquel flautista, conocedor por casualidad del gravísimo problema de los lobos y portador de cartas de recomendación de muy altos señores. Y de cómo se ofrecía a solucionar el asunto para el bien de las buenas gentes y provecho del señor Conde, que tanto había visto mermar los tributos. Y que se comprometía a no pedir precio por ello hasta que los resultados no fueran por todos comprobados. Por ello les citaba de nuevo en la misma hora y en el mismo lugar el primer lunes después de la Virgen de Mayo. El abad dio su bendición y el prior pone los monjes caballeros a su disposición. El populacho estalla en vítores y aclamaciones.
Aquel concejo, mi señor, fue como una catarsis que la comarca necesitaba con empeño. Hasta Natura quiso unirse a la fiesta y, apenas pasado Pascua, los árboles se vistieron de hojas verdes de asombroso tono: primavera al fin. Si alguno de los cientos de pajarillos que entonces señorearon el cielo de Sanabria y Carballeda pudiese hablar, oh, príncipe, nos contaría de zarcillos compitiendo por doquier en loca carrera a las alturas, de frutos fraguándose en sus pistilos para una exuberante explosión de color, de amor nacido en corazones jóvenes apenas conscientes de su entorno...
Y nos hablaría, cómo no, de esa figura que se hizo familiar en los caminos de la comarca: el caballerete de corta capa y atildado aspecto, siempre con flores frescas en su pecho y un saludo amable para cualquiera con quién se cruzara. Se le vio subido a Peña Mira, al Cerro de San Juan, al Vidulante, a Bubela, a los Tres Burros... tocando en su flauta melodías evocadoras de tiempos sin pecado y tomando notas de las ideas que le dictaba el viento.
Según se acercaba la Virgen de Mayo, mi señor, pareció concentrarse en los altos de la Sierra del Sospacio.
Tal vez como si quisiera empujar a las lobadas hacia el norte.
-¿Alguien vive?
A la moza que a atenderle salió preguntole por la distancia hasta el castillo y si el edecán estaría allí, todo con encantadores modales que encandilaron a la muchacha. Después barrió el suelo con la pluma de su sombrero y continuó camino hacia la Puebla.
Durante algunas semanas también se vio por el Camino real una inusitada actividad de mensajeros al galope, mi señor, y no mucho después pregoneros del castillo recorrieron los pueblos de la comarca uno por uno: por orden del muy querido -y lejano- Señor Conde, el edecán convocaba en extraordinario concejo a todos sus vasallos para tratar el doloroso asunto de los lobos. La cita se fijaba para el lunes de mercado inmediatamente anterior a la fiesta de San José.
Imaginaos, mi príncipe, la explanada del mercado junto a la ermita en el día señalado. Es una mañana de esas en las que la primavera se asoma para ver con cuánta ansia se la espera. Y se encuentra con poco comercio, pero mucha gente: pastores, labradores que tratan de dejar atrás su gesto adusto ante la alegría de reunirse con viejos conocidos, mujeres sonriendo bajo negros pañuelos, zagales que corretean de un lado a otro presas de una excitación que no del todo comprenden. Hay pulpeiras removiendo sus cacharros de lustroso cobre, un gaitero que solicita monedas a cambio de notas chillonas como las ruedas de un carro al bajar de la sierra; un ciego narra truculentos romances mientras su lázaro pasa el cestillo, mozuelas de juventud olvidada guiñan el ojo a hombres solitarios y también, por supuesto, algún pícaro busca su pan en las bolsas de los demás. Es, en fin, la mejor feria que se ha visto en mucho tiempo.
De repente suenan las trompetas y una tropa de piqueros avanza hacia la palestra levantada junto al Rebollo, allí donde ondea el estandarte del Conde. Con paso digno y pausado, aún diría majestuoso, se sientan a la mesa allí colocada el edecán del castillo, el abad de San Martín, el prior de la Orden de Lanseros y también el caballerete de la flauta de urz de sutil adorno. El edecán toma la palabra, hablando por boca del Conde, cuando todos los corrillos se reúnen en respetuoso silencio al pie de la tarima. Y cuenta al público cómo había llegado a la comarca aquel flautista, conocedor por casualidad del gravísimo problema de los lobos y portador de cartas de recomendación de muy altos señores. Y de cómo se ofrecía a solucionar el asunto para el bien de las buenas gentes y provecho del señor Conde, que tanto había visto mermar los tributos. Y que se comprometía a no pedir precio por ello hasta que los resultados no fueran por todos comprobados. Por ello les citaba de nuevo en la misma hora y en el mismo lugar el primer lunes después de la Virgen de Mayo. El abad dio su bendición y el prior pone los monjes caballeros a su disposición. El populacho estalla en vítores y aclamaciones.
Aquel concejo, mi señor, fue como una catarsis que la comarca necesitaba con empeño. Hasta Natura quiso unirse a la fiesta y, apenas pasado Pascua, los árboles se vistieron de hojas verdes de asombroso tono: primavera al fin. Si alguno de los cientos de pajarillos que entonces señorearon el cielo de Sanabria y Carballeda pudiese hablar, oh, príncipe, nos contaría de zarcillos compitiendo por doquier en loca carrera a las alturas, de frutos fraguándose en sus pistilos para una exuberante explosión de color, de amor nacido en corazones jóvenes apenas conscientes de su entorno...
Y nos hablaría, cómo no, de esa figura que se hizo familiar en los caminos de la comarca: el caballerete de corta capa y atildado aspecto, siempre con flores frescas en su pecho y un saludo amable para cualquiera con quién se cruzara. Se le vio subido a Peña Mira, al Cerro de San Juan, al Vidulante, a Bubela, a los Tres Burros... tocando en su flauta melodías evocadoras de tiempos sin pecado y tomando notas de las ideas que le dictaba el viento.
Según se acercaba la Virgen de Mayo, mi señor, pareció concentrarse en los altos de la Sierra del Sospacio.
Tal vez como si quisiera empujar a las lobadas hacia el norte.
Foto: El Rebollo del Puente. Tradicionalmente simboliza el derecho de la población a un mercado semanal libre de impuestos. Cuentan que los mozos de Puebla -que desde antiguo mantienen cierta competencia con los del Puente- secuestraron esta roca y la tiraron al rio. De ahí fue rescatada no hace mucho y colocada sobre el pedestal que se muestra.