Todos los años, fiel a su cita, el circo llega a las tierras de Sanabria Carballeda. Aparcan las caravanas, alzan la carpa, pegan algunos carteles. Luego, un coche con altavoces recorre los pueblos anunciando la buena nueva. Esa misma tarde, al salir del cole, los chavales se arremolinarán en torno a los corrales donde dormitan animales pocas veces vistos, conteniendo a duras penas una expectación creciente.
Siempre es el mismo circo, al menos desde que yo lo conozco. Una compañía familiar en la que, de año en año, ves como la niña que se movía pizpireta entre bambalinas es ahora asombrosa contorsionista y el antaño domador disimula el michelín bajo la levita. Los papeles se desdoblan y el payaso se parece mucho al que vende palomitas en el intermedio, y ambos, a su vez, al conductor del coche anuncio. La función queda tan lejos del Ringling Bross como del Cirque du Soleil, pero los artistas ponen todo su empeño y brillan, deslumbran bajo los focos. Para los niños sigue siendo, sin duda, el mayor espectáculo del mundo.
Ofrecen cuatro o cinco sesiones en los pueblos más importantes y al poco, tal como llegaron, sus caravanas se alejan por un camino sin fin en busca de nuevos lugares donde sembrar un poquito de su magia. Si el día es de calima, hay veces que la imagen parece trastocarse y las modernas roulottes se transforman en carretas pintadas con lunas y estrellas, como aquellas en las que saltimbanquis y titiriteros, sus antecesores directos, hollaron las sendas de los viejos reinos.
La chavalería tiene tema de conversación para varias semanas. Y casi todos los años hay alguno entre ellos que, durante un tiempo, se queda a la sombra de los robles con la mirada fija en el camino, soñando en cómo sería recorrer el mundo guiando una caravana de sueños.