Marcelino veía estampas donde los demás sólo barruntaban sombras. Marcelino escuchaba a las piedras y se abrazaba con los árboles. Marcelino reía cuando era feliz y lloraba cuando le hacían daño. Y preguntaba por todo lo que no entendía.
En la mañana corría desnudo por los praos y se bebía el rocío de las flores. Perseguía a los pajarillos como si él también pudiera volar. Marcelino conocía cada nido y cada madriguera, cada voz y cada huella. Y los entendía.
Todos los críos del pueblo eran amigos de Marcelino. Todos querían jugar en su equipo. Los mozos, galleando, le tiraban piedras desde el sagrao. El curilla coadjutor había intentado instruirle en la doctrina, con tanta paciencia como poco éxito. Marcelino nunca supo cómo era un pecado; nunca concibió el infierno.
Lo encontraron un día junto a la carretera. Despatarrado, con un tiro en la cabeza. Nadie – salvo, tal vez, su asesino – supo porqué lo mataron.
Eran tiempos difíciles. Fue uno de tantos.
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Pero hay quien cuenta que la historia no acaba así: que el final, tal y como fue, debe ser explicado de otra manera.
Dicen que Marcelino fue denunciado y que lo llevaron para el castillo de la Puebla, entre risotadas y vergazos. Dicen que lo denunció el cura párroco de la aldea vecina, uno que andaba crecido en aquellos días y que le tenía inquina por una peral que el chico le pelaba cada año.
Y dicen que la ti Consolación, la abuela del cuitado, que sólo se tenían el uno a la otra y la otra al uno, fue a hincarse de rodillas ante el cura y pedir misericordia. Y que el tonsurado le dijo que él no sabía de políticas y que si se habían llevado al Marcelino sus razones tendrían. Que por más que rogó, lloró y porfió, la abuela no tuvo más respuesta.
Dicen que a Marcelino, junto con otro grupo de presos, lo sacaron de su celda una noche para llevarlos al penal de Zamora. Dicen que antes de dejar Sanabria ya eran todos muertos.
Dicen que la ti Consolación se fue para el cura párroco y lo maldijo: Antes que llegue mi hora, yo te veré pasar por la puerta de mi casa llevado entre cuatro y el Santísimo Cristo por delante.
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Pasaron los años. El cura párroco ya no era el hombre que fue, por más que él lo creyera. Una tarde, pese a amenazar tormenta, como era su costumbre bajó al huerto de las frutales a reposar la merienda; y fue allí, y sólo allí, que le vinieron unos cólicos horribles que lo vaciaron de dentro afuera.
Cuentan que entre cataplasmas y ungüentos la sobrina y algunos vecinos lo llevaron para la Puebla, pero ya no tuvo salvación posible y antes de pasar la puente había entregado su alma.
Cuentan que al día siguiente, cuando el coche fúnebre salió de la villa para el entierro en su querido pueblo, se desató la tormenta anunciada; y con tanta fuerza que en pocos minutos todos los caminos se hicieron lodazales. Cuentan que el chauffeur, buscando los vericuetos por dónde llegar, dio con la aldea más cercana, aquella en la que vivió Marcelino, y allí se atolló sin remedio. Cuentan que cuatro hombres hubieron de calzarse los cholos y así, precedidos por un monaguillo con el Santísimo Cristo, hicieron el camino hacia el pueblo de al lado.
Y dicen que en la última casa junto al camino, desde el corredor asomada, muy anciana y casi sin fuerzas, antes que llegase su hora la ti Consolación alcanzó a ver cumplido su presagio.
A Azarías, Santo Inocente.