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6 may 2010

El declive de los Losada ( I )


Cuentan quienes lo conocieron que Tirso el de Garrapatas fue el mejor soldado de la casa de los Losada. Un rapaz crecido cuidando ovejas al que una leva de su señor puso la espada en las manos y así descubrió su talento natural. ¡Oh, que buen capitán hubiera sido de nacer noble! Supo verlo Don Diego el Viejo y convirtiole en su mano derecha, aquel en quien confiar incluso en las situaciones más negras. Por desgracia, también los Pimentel lo vieron, aún a costa de muchos daños recibidos en las reyertas sin fin que enfrentaban a las dos familias. Y no tanto en venganza por hechos ya acaecidos, si no como previsión de otros futuros, dieron en preparar una celada en donde darle muerte a traición y no en noble lucha, como hubiera de ser.

Prácticamente, lo único que Tirso heredó de su padre fue su puesto entre los Falifos, la muy honorable Cofradía, con largos años de historia ya en aquellos tiempos, que tantos y tan buenos servicios ha prestado a los que viajan hacia la tumba de nuestro Señor Santiago. Y cuenta quien sabe, oh, príncipe, que fue otro Falifo, cuyo nombre no ha perdurado, el que en una noche sin luna llamó a la puerta de Tirso, demandando ayuda para unos peregrinos que, al cruzar el río, habían roto una rueda de su carreta y no eran capaces de llegar a resguardo. Sin un momento de duda, Tirso el de Garrapatas abandonó el calor del lecho conyugal y partió tras su cofrade: en las quebradas de antes de llegar a Villar de Farfón fue alanceado sin piedad hasta la muerte.

Cuando se halló el cadáver, Don Diego el Viejo lloró la pérdida de su servidor casi como la de un hijo. Trató, sin éxito, de encontrar a los ejecutores materiales de la traición y acogió en su casa a la viuda y a la pequeña hija de Tirso. Fueron, en lo que cabe, felices para ellas los años que aún vivió el viejo señor: aunque sirvientas, siempre las trató con consideración y estima. Más de una vez Don Diego tomó en sus brazos a la pequeña Belarmina, que tal era el nombre de la niña, y le contó las hazañas en las que su padre luchó junto a él. Pero los años pasan sin que nadie pueda frenarlos y así llegó el día de la muerte de Don Diego y entonces su primogénito, Don Martín, se situó al frente de la casa de los Losada.

Hay quien dice, mi señor, que con Martín se inició el imparable declive del antaño orgulloso apellido; no seré yo quien lo niegue. Cierto es que aún brotaron del viejo tronco verdes ramas que lucharon por mantener su gloria, pero no fueron si no cantos de cisne del poder de la familia. En vida del padre, el heredero fue un perro zalamero que agitaba el rabo ante la mínima insinuación, mas fue montar por primera vez el caballo del señorío y sacar a relucir entonces su verdadero ser: impío, jugador, pusilánime y aficionado al jarro... también lascivo mujeriego, por si algo le faltase. ¡Ay, que pena de linaje que tanta honra dio a esta tierra nuestra!

Cuando Belarmina la de Tirso llegó a la mocedad, su cuerpo mostró tanta belleza como su alma; y eso no pasó desapercibido para nadie: tampoco para Martín, aún recién casado con una dama de alta alcurnia al otro lado de la Raya. Espiaba sus movimientos al servir la mesa, seguía sus pasos en el patio de caballerías, vigilaba sus faldas al limpiar el polvo de la biblioteca, aquella reunida con tanto afán por antepasados más sabios que él... Hasta que una tarde, embriagado de vino y lujuria, mancilló su honor por la fuerza viva.

Belarmina, apenas más que una niña al fin, buscó el consuelo en brazos de su madre. Díjole que le era imposible volver a mirar al señor sin sentir la necesidad de atravesar sus entrañas con hierro templado, que no podía comer el pan que él hubiese tocado con sus manos; que debía abandonar la casa antes de clarear la mañana. La madre lloró junto a ella y le mesó el cabello con ternura. “Qué sería de nosotras solas por el mundo adelante” -dijo- “Guardas en tu corazón el recuerdo y la bravura de tu padre, al que apenas conociste. Hemos de pedirle consejo” Y en la noche salieron a orar ante la tumba de Tirso, una humilde cruz de madera en la esquina del cementerio, por detrás de la iglesia. No diré yo, mi señor, que el difunto les diese respuesta; mas cuando al alba regresaron a su cuarto ambas llevaban la misma idea.

(Continuará)

8 sept 2009

Postales desde Rionegro del Puente

Mis pasos me llevan hoy hasta Rionegro del Puente, hogar de la Virgen de la Carballeda. Pero no, no voy a visitar su santuario, con las cadenas de salvación colgadas en el pórtico. Tampoco presentaré mis respetos a la cofradía de Los Falifos, una de las más antiguas de las que se tiene constancia en el Camino Jacobeo. Ni siquiera me refrescaré en su coqueta playa fluvial. Tampoco puedo ir a mear contra el embalse de Argavanzal, otra vez será.


El cielo de la Carballeda



Visito la ribera del Río Negro, para mí una de las más bellas de mi tierra, donde la competencia es muy dura.





Me acerco a la ermita de San Mamés. En tiempos su fiesta a mediados de agosto era de obligada asistencia. No es una metáfora: se pasaba lista y la casa que no había mandado representación debía pagar una multa. Esta ermita se sitúa en el término de Santa Eulalia de Rionegro. Si el Atlas que guardáis en casa ya tiene unos añitos es posible que no seáis capaces de ubicarlo. No ha mucho tiempo, el pueblo respondía al nombre de Garrapatas. Con todos mis respetos, yo también me hubiese cambiado el nombre.

Rionegro ha sido un pueblo duramente atacado y no precisamente por ejércitos extranjeros. La autovía, el pantano, ahora el trazado del AVE. Ha pagado un precio muy alto por el progreso.
Pero ahí sigue, resistiendo. No siempre nos tocará perder.