Un par de años después nos mudamos a otra casa en el barrio de arriba. Teníamos un prado en una zona hacia el norte, tras un monte, que no me gustaba nada, pero había que ir a conducir el agua para que se regase y diera buena hierba.
Pues un atardecer me fui con Chata a guiar el agua a este prado. Chata era nuestra perrita, no era muy grande y de pronto la noté muy nerviosa, ladraba y se ponía sobre las patas traseras intentando que yo la cogiera en brazos. Yo miré para ver que la asustaba pero no vi nada y de regreso a casa, subiendo el monte, empecé a notar una extraña sensación, como de frio en la nuca y como si el pelo se me erizara por la cabeza. Yo siempre llevaba el pelo cortito; mamá nos cortaba el pelo y ella decía que no podía dejárnoslo largo, porque casi siempre nos teníamos que peinar solas y el pelo largo daba mucho trabajo, así que nunca tuve coletas como otras chicas. Cuando estaba en lo alto del monte miré otra vez y entonces ya vi de lo que Chata se asustaba: saltando las paredes de el último prado como si fuera un caballo, venía hacia mí un lobo. Cogí en brazos a mi perrita, volví a mirar y ya eran dos los lobos que venían a toda velocidad. Como una ráfaga pasó por mi mente qué haría "él" si los lobos le persiguieran: un impulso me decía “¡corre,corre!”, pero las piernas no me obedecían y mi garganta no era capaz de gritar y pedir auxilio.
De pronto recordé cuánto era capaz de correr yo, aunque el vestido me estorbara - entonces las niñas no llevábamos pantalones - y corrí monte abajo como yo sabía, saltando por encima de las escobas, los carpazos y las carqueixas, con mi perrita en un brazo y la azada en el otro mientras mi corazón golpeaba fuerte en mi pecho y me faltaba el aire. Cuando llegué a la pared del callejón del corralón solté a la perrita y le dije “corre, que yo no puedo más”, me apoyé en la pared tosiendo para recuperar el resuello y miré hacia atrás. Allí los vi, se habían parado y en sus ojos la luz mortecina del atardecer me encandilaba como si fueran luciérnagas. Yo, un poco recuperada la voz, les grité: “¡queríais mi perrita? Pues si queréis cenar ir a cazar liebres” y seguí corriendo hasta casa. Al llegar tan acalorada mi madre me preguntó que porqué había corrido tanto. "Mírate" - me decía - “con las piernas todas arañadas. ¿Crees que está bien que una niña tenga ese aspecto?” Yo le dije que me habían perseguido dos lobos y, como era de esperar, mi madre no me creyó, pensaba que me lo estaba inventando para que al día siguiente no me mandara ir otra vez. Yo sé que si hubiera sido "él" sí le habría creído y no pude dormir pensando en ello. Esa noche se oyó el aullido del lobo y algunos vecinos vieron sus huellas por la mañana en el camino de Robleda. Mi madre no se disculpó, yo sólo tenía ocho años y además era una niña torpe que no hacía nada bien, siempre tenía las rodillas y las piernas arañadas, tanto que mi padre a veces me decía que yo parecía la piedra del tope de la rueda del carro. La piedra del tope del carro cuando se deshacía por la presión de la rueda se sustituía por otra, pero mis rodillas no se podían sustituir, así que "cuídalas" me decía...
La siguiente vez que vi el lobo estaba con el ganado con mi hermana mayor, también al atardecer. Ya cerca del pueblo lo vimos saltar la pared de las cortinas de La Devesa, y eso era muy extraño, porque el lobo estaba entre nosotras y el pueblo. No era lo lógico. Se ocultó tras unos árboles y nosotras arreamos el ganado hacia un paso que había en una zona llamada La Lavandera. Pues por un portillo caído apareció el lobo, con sus fauces agarró un cordero y salió corriendo. Yo me quedé paralizada, petrificada como una estatua, pero mi hermana corrió tras él con tan buena suerte que por el camino que el lobo se iba estrechaba y se reducía al paso de un carro, y por él venían dos mujeres con un carro de salgueras del rio. El lobo, al verse acorralado, soltó el cordero y trepó monte arriba. Mi hermana regresó al momento con el cordero en brazos. ¡Ella si que era valiente!. Cuando llegamos a entregar las ovejas a una señora le faltaba un cordero, contamos el ataque del lobo y dónde le vimos anteriormente. Nos dirigimos a las cortinas de La Devesa y al llegar vimos un pequeño cordero, medio enterrado bajo los repollos. El lobo lo había enterrado para regresar mas tarde a recogerlo. Ese día el lobo se burló de dos pastorcitas.
Llegó otro invierno y un domingo a media mañana nuestro padre se acercó a ver unos árboles en Santiago de la Requejada, a lomos de la burra. Al mediodía el tiempo tuvo un cambio muy brusco y se puso a nevar, llegó el atardecer y seguía nevando. Mi madre empezó a preocuparse, a eso de las diez de la noche escampó y se quedó una noche estrellada con una luna tan grande que parecía de día. Al ver que mi padre no llegaba, mi madre dijo que teníamos que salir a buscarlo, porque seguro que se habría caído de la burra y estaría con una pierna rota o quién sabe si la cabeza, o tal vez le hubiera atropellado un camión en la carretera entre Otero y Remesal. Me dijo que la acompañara yo. Nos abrigamos y nos pusimos las katiuskas y emprendimos la marcha por la carretera hacia Otero, que entonces era de tierra y guijarros. Era la noche más hermosa que yo hubiera visto; sólo otra noche recordaba tan hermosa y era la de aquella ocasión que regresé en tren de pasar unos días en Madrid con los tíos. También había nieve y el recorrido desde la estación hasta el pueblo lo hice andando, iba en compañía de dos vecinos del pueblo. A mí me pareció que la tierra se había cubierto de diamantes y esa noche brillaban tanto que parecía de día. Pues igual brillaba esa noche, la luna era enorme.
Esa noche la nieve crujía a nuestro paso pues estaba helando. Bajamos las Majadicas, llegamos a Vidoleo y emprendimos la cuesta hacia Otero. Mamá de cuando en cuando llamaba a voces a papá, pero no había respuesta. Cruzamos Otero ya por la carretera de asfalto y llegamos a Prinoy, mamá volvió a vocear, pero nada: miraba por las cunetas temiendo que algún camión le hubiera atropellado, así llegamos a la aserradora de Remesal, donde partía el camino para Santiago. Mamá pensó que si no le habíamos encontrado hasta allí, tal vez decidiera en el último momento quedarse a dormir en Santiago. Nos dimos la vuelta. Para entonces yo ya no sentía los pies, pues la nieve me había entrado por las botas.
Desandamos el camino y al incorporarnos de nuevo a la carretera de Otero a Triufé, como a doscientos metros al lado derecho hay castaños. Yo llevaba la mano derecha en el bolsillo de mi madre agarrada a su mano y noté que mi madre la presionó con fuerza y dijo: “creo que llevamos compañía”. Yo miré hacia los castaños, donde miraba mi madre, y vi varios ojos brillantes que se movían sin cesar. Mi madre dio varios golpes en el suelo con la vara de la guillada que llevaba en la mano, pero con la nieve apenas sonó, así que nos apresuramos a caminar todo lo rápido que la nieve helada nos permitía. Yo sentía ese frio repentino en la nuca, mis piernas ya no me obedecían y mi garganta era incapaz de pronunciar palabra alguna. Mamá tampoco hablaba y de vez en cuando se paraba y escuchaba.
Ya bajando, casi en el puente de Vidoleo, nos paramos mirando hacia la sarrieta que queda a la derecha, temiendo que los lobos nos salieran al paso por allí. Mamá dijo que no oía nada, pero yo, en lo profundo de mis oídos, escuchaba a la manada de lobos corriendo, jadeando cuesta abajo y me pareció que en cualquier momento saltarían sobre nosotras. Apretamos el paso y mamá dijo que igual teníamos que correr porque esas fieras eran muy capaces de darnos un disgusto.
Cuando superamos la cuesta a las puertas de Triufé nos paramos intentando ver si nos seguían, y sí que lo hacían: por lo alto del monte que da al cementerio, a pesar del brillo de la nieve, sus cuerpos oscuros y sus ojos brillantes destacaban en la noche. Llegamos a casa y al momento todos los perros del pueblo ladraron impetuosamente, pues sintieron el enemigo cerca.
Papá llegó al día siguiente al mediodía. Dijo que no se atrevió a salir con la tarde que se puso.
Teníamos otro prado que en primavera y verano teníamos que ir a conducir el agua y nuestra vez comenzaba a las doce de la noche. Era bastante lejos, cerca del puente de Manzanal, en la antigua carretera a Galicia. Hasta allí íbamos mi hermana mayor y yo y llevábamos la burra. Mi hermana sólo tenía dos años más que yo. La burra a veces se paraba, ponía las orejas tiesas, daba golpes en el suelo con una pata delantera y no quería caminar. Eso no podía significar otra cosa más que el lobo andaba cerca. Nuestra burra era muy valiente cuando se trataba de llevar una carga grande o saltar las paredes mas altas, aunque siempre nos descabalgaba por las orejas, pero cuando presentía al lobo era una miedica. Las noches de luna llena no nos daba tanto miedo, pero cuando no había luna era como ir a tientas y cada carpazo y cada escoba nos parecían monstruosos lobos que nos atacaban.
Lo que se dice verlo de cerca, al lobo no volví a verlo hasta los catorce años, que abandoné el pueblo; pero oírlo y presentirlo fueron muchas las veces que, quizás sin razón, sentía ese frio en la nuca y esa sensación en el pelo como que se erizaba. Cuando de mayor he leído sobre los lobos, no he encontrado que haya habido ataques de lobos a humanos. Pero el miedo es libre cuando tienes pocos años y, además, los mayores cuentan historias terribles que los pequeños hacíamos ciertas. Hoy, ya mayor, admiro el modo de vida de los lobos; porque viven en manadas, son fieles, respetan las jerarquías y todos cuidan del grupo. Forman una sociedad bastante parecida a la nuestra, sólo que ellos no necesitan leyes escritas para respetarlas. Y pensar que en aquellos años casi se extinguieron... Bueno, se los podía ver abrigando los cuerpos de los humanos.
Tal vez parezca que unas niñas no deberían hacer ciertos trabajos o andar a deshoras regando prados, pero es que, en el mundo rural, cuando empezabas a caminar y sabías llevar un palo en la mano ya te mandaban a pastorear, y en tiempos de siega nuestros padres andaban muy cansados y había que ayudar.
Inés Camaro Sánchez - La niña que no debió ser V
(N. de A.) Algunos ya habrán adivinado quién es "él", pero aún no puedo decirlo porque escribiré más cosas de esta niña, hasta que cumplió catorce años y se vio apartada de esta vida - que ella siempre tanto añoró, a pesar de esos momentos en los que el lobo fue protagonista de sus miedos. Vistos desde la distancia del tiempo transcurrido no son nada comparados con otros miedos que conoció.
Nota: Las ilustraciones de lobos se han realizado a partir de fotos recogidas en feedio.net (1) y en funny pictures images (2), catalogadas ambas como public domain.