Cuentan los que saben, mi señor, que no ha demasiados años vivía en un lugar cercano a Muelas un honrado propietario al que una mala cosecha y tres negocios mal llevados le enseñaron los dientes de la bancarrota. Necesitaba con premura Modesto – tal era su nombre – algunas buenas monedas de oro con las que comprar simiente y también afrontar los pagos de intereses de deudas añejas que tenía; mas los prestamistas de la comarca, tal vez por la poca fianza o por la husmia de una ganga fuera, no dieron en abrir sus bolsas. Quiera ser que a Modesto le hablaron de otro usurero más allá de las Portillas, que por fuerte mordida dejaba su dinero a quién a su casa fuera.

Y así, oh, príncipe, fue como una mañana de primavera Modesto despidiose de su esposa y de sus hijitas pequeñas y tomó el camino que viene de Zaragoza y hasta la Galicia llega. Llevaba el hombre de presupuestos y de cábalas la cabeza llena, por mucho que debatiera necesitaba esas monedas: quisiera el Dios de los cielos que, con la semilla nueva, la próxima cosecha fuera de las buenas; así pagaría sus deudas y hasta de comer hubiera. Y en éstas pasó la Alcobilla y ni miró sus castaños romanos, dejó atrás el puente de Trefacio sin reparar en su ciencia, ni vio en las orillas del Lago a los monjes pescar cuantas truchas quisieran. Le cogió la noche ya en las cuestas de Sotillo y hasta se levantó una cervisca de principios de primavera. Cayó entonces en la cuenta de cuándo dejó atrás la última venta y que en el camino que llevaba no encontraría cobijo durante la noche entera. Estaba ya por volver sobre sus pasos cuando en el recodo de una quebrada divisó una luz: en medio de la llovizna le pareció la más bella que jamás viera. Se acercó con cautela. Era una casa nueva, de piedra humilde pero muy bien puesta, de pizarra gruesa y humeante chimenea; el resplandor en los ventanucos era invitación cierta. “
La Venta del Ánima Perdida” rezaba un letrero en el dintel de la puerta. “Será nueva” - pensó Modesto, que nunca antes oyó hablar de ella. Al ir a picar, le abrieron.
“Entrad, caminante, entrad si es vuesa voluntad. Tengo buen fuego y comida y la noche afuera se anuncia fría” El ventero era un hombre de corta talla y grande barriga y en su cara la sonrisa mucho era lo que prometía. Modesto se sintió realmente agradecido de tan cordial bienvenida. “Amigo, hoy sois sin duda la salvación mía” - le dijo. “No pensaba que en la sierra tan arriba una venta nueva habría. Mas debo decir, buen posadero, que poco dinero es el que traigo en la cesta: cenar quiero, pero sin gastar mucho dinero” “Decidme vuesa merced qué os puede apetecer” “Pues tal vez de caldo una escudilla, o unos huevos de gallina fritos al amor de esa lumbre danzarina” Díjole el posadero: “Unos huevos fritos en buena manteca fresca no subirán demasiado vuestra cuenta”.
Y así, mi señor, Modesto comió los huevos en un escaño junto al fuego. El posadero revisaba legajos a la luz de uno de los varios candiles encendidos y no le dio más conversación. Parecían estar solos los dos. Modesto reparó en que la casa se veía limpia, ordenada; con muchas luces y muebles de castaño labrado con cuidado, hasta trébedes y morillos de hierro bien torneado. Preguntose para sus adentros si un negocio así en la sierra daría buen rendimiento. Al poco, satisfecho, terminó su cena y antes de buscar el jergón quiso saldar la cuenta. “Dormid y no penéis, caminante: tengo aquí tarea y pasaré la noche en vela. A la mañana, por seguro, me daréis la paga entera”

Y llegó el alba, engalanada por miriadas de diminutas perlas que la lluvia prendió en la yerba antes de su retirada. Ya el sol en los ventanucos guiñaba, ya Modesto con agua fría se aseaba, acercose el posadero a pedirle su soldada: “Éste es el precio fijado por el servicio prestado” y hasta la mesa crujió bajo el montón de papeles que allí posó. Modesto miró al posadero, miró los legajos, miró la suma que allí ponía: el color de la cara se le iba y se le venía. “Todo esto... ¿por vuestro cobijo y haber cenado dos huevos fritos?” “Todo está escrito” - el otro chascó la lengua - “¿No ha oído usted, buen caminante, de lo que vienen llamando lucro cesante?”
“De dos huevos que cenaste, dos pollas me mataste. De dos pollas, centenares de huevos. De centenares de huevos, docenas de gallinas. De docenas de gallinas, miles de huevos. De miles de huevos, centenares de gallinas. Y así, sin límite alguno. Pero pudiera ser que con los beneficios de los huevos y las gallinas quisiera comprar tierras y luego venderlas; o mejor: ponerlas en renta. Y así tendría cosechas y de cosechas, beneficios, y de beneficios, más tierras... Y así, sin límite alguno. Mas os tengo en buena estima y estaréis de acuerdo conmigo en que éste que os presento es precio para un amigo” “Pero...¡Yo no tengo tanto dinero!” “¡Oh, maldito sea tanto quiero y no puedo! ¿Habéis gastado por encima de lo ganado? Pues ya veréis, caballerete, como esto la guardia lo soluciona en un periquete”

Y Modesto contempló, abrumado por el terror, como el que anoche semejaba un amable barrigón, se convertía de pronto en un lobo sin control. Cogiole por los cabellos, por el suelo lo arrastró, encerrole en un zaguán y grandes candados le echó. Siete días con sus noches Modesto encerrado está hasta que la Hermandad de la guardia por allí le dio en pasar.
Cuando hallan al prisionero
aflojan la su bolsa, lo primero,
y es al maldito posadero
a quien entregan el dinero
“Esto es un pago a cuenta de lo que queda por saldar” Levantan acta los guardias, le dicen que del juzgado pronto lo van a citar y, después de reírse en su cara, lo dejan continuar.
(continuará)